Cuando fundamos Primer Acto, bajo la dirección de José Ángel Ezcurra, también director del semanario madrileño Triunfo, y creamos el consejo de redacción incluimos a José Luis López Rubio, a Alfonso Sastre, a José Luis Alonso, a Ramón Nieto, a Adolfo Marsillach y a José María de Quinto. Entre todos, contribuimos con distintas páginas a desarrollar su condición editorial. En el número 1 (abril, 1957), estaba el editorial Razón y sinrazón de una actitud, donde se decía:
Condenados a explicar el misterio de su vida, los hombres han inventado el teatro”, escribió Louis Jouvet. La cita es oportuna para poder plantear, sin más preámbulo, las siguientes preguntas: ¿Cuántos autores de los últimos veinte años habían hecho de su obra agudo interrogante? ¿Cuántos llevaron a ella ese “misterio” del que habla Jouvet?
Es deseable que coexistan los géneros y que la escena cuente con servidores de sensibilidad e ideas diversas. Y que el ingenio, la gracia o el amable sentido común no falten a la cita. Pero ¿no es cierto que el gran teatro es aquel que sacude la sincera intimidad del espectador? El “misterio de la vida” va con cada hombre. Está en su fondo, esperando la caricia cordial o intelectual que le ayude –aunque sea sólo eso- a subsistir coherentemente como tal misterio.
Las respuestas –o la formulación de las preguntas- que en su obra debe hacer el autor tienen derecho a ser de todos los signos y valdrá tanto la ternura y el humor como el agónico gemido.
Ahora bien, aparte de la ineludible necesidad de sujetar su creación a los principios del arte dramático, el autor importante barajará siempre, con el mundo metido dentro de sí mismo, los naipes eternos.
“Lo otro”, el dejar que al espectador sólo le intrigue la trama; el inventar mundos enterrados por el ruido de las palabras; el brillante ejercicio de tantos autores, es un juego que a mi generación no le interesa.
En cierta ocasión Edgar Neville se preguntaba qué había que entender por teatro de testimonio. Con agudeza, pero resbalando sobre el problema, manifestaba su incomprensión ante actitudes que reclaman del drama el seco sentido de un acta notarial. Ahí venía a decir que los sentimientos humanos son los que importan; entendiendo las cosas a su gusto Neville tenía toda la razón. Pero la cuestión es otra.
Examinemos, por ejemplo, el sentimiento determinante de una considerable cantidad de teatro: el amor. Y descubriremos enseguida que los adjetivos que configuran dramáticamente tal sentimiento son hoy distintos de los de otras épocas. Lo social anda en la preocupación humana y hasta los “héroes del amor” han de cambiar sus viejas historias de Capuletos y Montescos, sus conflictos de sangre azul y sangre roja, por verdades sencillas y serias, en las que el sentimiento se une y se enfrenta a su soledad, su duda y su tristeza. Tres notas que en lugar de tirar hacia arriba y colocar al hombre en torres de privilegiado aislamiento –como ocurría a los singulares protagonistas del antiguo teatro- lo acercan a la tierra y le hunden en los demás.
Las masas, el hombre, necesita un lugar en el teatro. Ha de estar en la escena como ente hondo y complejo. Desbancando a esos seres ingeniosos, dialécticos, delirantes, fatuos, juerguistas, andaluces o santurrones que se despojaron en los camarines de lo más importante: su problemática esencial como tales hombres.
Un autor extranjero contemporáneo ha hecho decir a un personaje dramático: “En Siena, de muchacho, observé cómo unos trabajadores reemplazaban, luego de cinco minutos de disputa, una costumbre milenaria de mover bloques por una nueva y razonable forma de disponer las cuerdas. Fue allí dónde caí en la cuenta: El tiempo viejo ha pasado. Estamos ante una nueva época. Pronto, la humanidad entera sabrá perfectamente dónde habita, en qué clase de cuerpo celeste le toca vivir. Porque lo que dicen los viejos libros ya no les basta, porque donde reinó la fe reina ahora la duda. El mundo entero dice: Sí, pero dejadnos mirar ahora a nosotros mismos. A la verdad más festejada se la golpea hoy en el hombro; lo que nunca fue duda hoy se pone en tela de juicio, de modo que se ha originado una corriente de aire”.
Quien escribió esto no era un joven que llegase al teatro dispuesto a construirlo todo. No era un hombre sujeto –como decían y dicen bondadosamente nuestros antecesores- a la ley biológica que hace de cada muchacho un revolucionario en potencia. Era un autor ilustre, fallecido en 1956, a quien se dedicarán la mayor parte de las sesiones del nuevo Teatro de las Naciones, como ya sabe el lector, la entidad que sustituirá en el Sara Bernard al ya famoso Festival de París.
Datos importantes: el fragmento pertenece a una obra escrita poco después de anunciarse la desintegración del átomo por unos físicos. Justo en el mismo momento en que Hitler realizaba sus “experiencias” racistas. Stephan Zeig moría lejos de su patria, de tedio y desesperanza, y la gente renunciaba a creer en la pureza del juego político.
Mi generación -treinta años como edad media- en los cuarenta empezó a pensar con todo esto.
Todos guardábamos en la memoria histórica reciente experiencias terribles, mientras veíamos cómo la prensa celebraba las victorias alemanas de la II Guerra Mundial, consideradas hechos prometedores para nuestro futuro franquista. Pese al millón de españoles autoasesinados, una parte de nuestra sociedad intentaba construir una normalidad política, con la melancolía de los tiempos en que el teatro había sido un lugar elegante o un festivo retrato de la vida popular.
El teatro serio que se hacía en cualquier país de Europa aquí se hacía poco. El desenlace de la guerra europea y la victoria nuclear norteamericana contribuyeron al olvido de lo que había nos había sucedido, potenciando un teatro espectacular y banal destinado a tranquilizar una memoria cargada de experiencias dolorosas. Recuerdo, por ejemplo, que teniendo yo 6 años, me obligaron a ver un fusilamiento en el que se ajusticiaba a un cabo del ejército nacional por la violación de una muchacha. El acto había sucedido por la noche y provocado una protesta masiva de todas las mujeres de la aldea (Puerto de LLansá, Girona), a la que quiso responder el capitán general con un juicio sumarísimo, acompañado por un pequeño discurso en el que afirmaba que el condenado era un gran soldado que había ofrecido su vida por España, pero que debía ser ejecutado para mostrar a todo el pueblo la nueva justicia del Caudillo. Recuerdo que los compañeros del piquete lo llevaban del brazo, mientras el muchacho lloraba y que todo era como una pesadilla.
Podríamos citar muchos crímenes civiles adornados por crueldades mezcladas con simplismos políticos. El fracaso de nuestro gozoso 14 de abril y la larga dictadura que siguió torcieron la historia española por muchos años y explican, al menos en parte, la incapacidad democrática de una buena parte de la sociedad española. Esta es quizá la raíz de nuestro interés después del 39 en rescatar un sentido democrático en nuestra vida política, a menudo turbada por los peores recuerdos. ¿No han vivido los españoles desde la República una visión más guerrera que reflexiva, partidista que dialogante, de nuestra vida política? ¿No estamos esperando, desde hace mucho tiempo, la presencia de una clase política que asuma el concepto de soberanía popular? El sueño de una vida política organizada en paz y por todos.
Se anuncian nuevas elecciones en muchos niveles; en todas ellas es más importante la victoria que la justicia y el bien general. Las independencias y el reparto del poder es un buen ejemplo del apasionamiento primario de quienes desconocen el sentido dialogante y riguroso de la política.
¿Seremos capaces de construir, en España y en el mundo, democracias que hagan de la civilización un bien público? ¿Seremos capaces de excluir las numerosas perversiones acumuladas en el término durante tantos siglos de historia? ¿Hasta dónde Primer Acto fue en abril de 1957 la expresión formulada por un grupo de escritores y escritoras españoles que el teatro podía y debía ser uno de los caminos?
Madrid, octubre 2014