Teatro

Manifiesto: un teatro para el siglo XXI

Junto a la sumisión o la irritación elemental ante determinadas realidades sociales, existe en muchos lugares del planeta un movimiento de resistencia cultural, ética y política a la reducción del pensamiento, personal y colectivo, a la crisis económica y el paro, generalmente analizados con un discurso fatalista y engañoso, dejando a un lado sus causas y sus responsables. ¿Cómo asumir la realidad, en el ámbito de una economía cada vez más globalizada, cuando las inversiones en gastos militares y armamento han alcanzado una cifra superior a los 4.000 millones de dólares al día al tiempo que mueren de hambre, en el mismo plazo 70.000 personas, la mayoría de ellas niños de edades inferiores a los cinco años?

Esta realidad ha generado una nueva actitud social en buena parte del mundo que solicita un cambio en el orden y la cultura política de nuestro tiempo. Actitud crítica que, frente a la tradicional visión ornamental de la cultura, ha dotado a ésta de una dimensión transversal, incluyendo en ella a cuanto pueda afectar al modo de “vivir juntos”, según una expresión de las Naciones Unidas. Del Preámbulo de la constitución de la UNESCO es la afirmación de que “la amplia difusión de la Cultura y la Educación de la humanidad para la justicia, la libertad y la paz son indispensables a la dignidad del hombre y constituyen un deber sagrado que todas las naciones han de cumplir con un espíritu de responsabilidad y de ayuda mutua”. Y a la Asamblea de las Naciones Unidas corresponde la siguiente definición de una Cultura de Paz:

“Consiste en valores, actitudes y conductas que plasman y suscitan a la vez interacciones e intercambios sociales basados en principios de libertad, justicia y democracia, todos los derechos humanos, la tolerancia y la solidaridad; que rechazan la violencia y procuran prevenir los conflictos, tratando de atacar sus causas para solucionar los problemas mediante el diálogo y  la negociación y que garantizan el pleno ejercicio de todos los derechos y proporcionan los medios para participar plenamente en el proceso de desarrollo de su sociedad”.

Aparece así, un tanto embrionario, un nuevo sujeto colectivo, cada vez más integrado en ese espacio transversal y totalizador, entendido como el principal agente de la realidad, mucho antes que las decisiones coyunturales y dispersas de los rectores políticos o la crónica de las luchas por el poder. El hecho de que el término “Cultura de Paz” se haya abierto camino y sea uno de los centros del debate es una expresión del proceso.

Las funciones cumplidas por las representaciones teatrales han sido, a lo largo de los siglos, muy diversas y a menudo más que dudosas. Constituye, sin embargo,  después de dos mil años de existencia, una expresión esencial del espíritu crítico de la humanidad. Nacido como una fiesta religiosa, bien pronto la tragedia supuso una indagación, planteada en términos estéticos, sobre las víctimas de los mitos y del abuso de poder, razón primordial de su supervivencia, pese a las censuras de que ha sido objeto por quienes lo han considerado poco respetuoso o claramente trasgresor. Un teatro donde se han planteado, frente a las referencias míticas o los múltiples doctrinarismos – laicos o religiosos – los conflictos de los seres humanos en sus concretas circunstancias. ¿Cómo no pensar, entonces, que el teatro así entendido, constituye una expresión fundamental dentro de la concepción totalizadora de la Cultura de Paz? Y, por tanto, la pertinente solicitud de un teatro que, en lugar de limitarse a entretener o a ilustrar las virtudes o los defectos de una ideología, convoque las contradicciones, carencias y esperanzas democráticas, definidas en los trascritos textos suscritos por los Estados tras los horrores de la II Guerra Mundial. Nos corresponde, más allá de la protesta, generar el pensamiento, social y personal, que corresponde a  una época planetaria. Y el teatro es uno de los instrumentos que contamos para ello, si, otra vez, sabemos utilizarlo para preguntarnos y descubrirnos.

Obviamente, esta percepción del mundo habrá de expresarse con muy distintas formulaciones. A fin de cuentas, oteamos cuanto sucede desde realidades socioeconómicas y experiencias históricas y culturales diversas, aunque la revolución tecnológica y el proceso de globalización no sólo nos han acercado sino que han  hecho sentir a muchos cuanto hay de anacrónico en guerras, atentados terroristas, discursos nacionalistas, líderes mesiánicos, integrismos religiosos, racismos, dictaduras, clasismos o en la agresiva retórica partidista. Hoy, pese al control de la información, sabemos, siquiera parcial y desordenadamente, mucho de cuanto sucede en el mundo, para percibir una misma incapacidad del poder para explicar y justificar lo que sucede. O la de quienes hablan iluminadamente para sus fieles seguidores como si poseyeran toda la verdad. Los actos solemnes inventados para transmitir a las sociedades la coherencia y el esplendor de su realidad y la magnanimidad de sus gobernantes suenan cada vez más a espectáculos vacíos cuando no crueles. Independientemente de la honestidad individual de muchos políticos, apresados por las exigencias del poder económico dominante.

En esta realidad, diversos grupos teatrales y movimientos culturales, que llevan años defendiendo los valores de la solidaridad, la justicia social y los derechos culturales de la inmensa mayoría, convocados por la revista Primer Acto (España) han decidido asociarse para defender y promover, ajustándola a nuestra época, la tradición democrática del gran teatro, como un factor necesario para  la cohesión social y la construcción participativa de una Cultura de Paz.

FIRMANTES: Representantes teatrales de Argentina, Colombia, Chile, Ecuador España, México, Perú, Uruguay y  Venezuela