Revista Primer Acto

La memoria que nos mira desde el otro lado del espejo

De la monografía sobre Max Aub (Primer Acto, nº 365)

MAX AUB EN EL TEATRO ESPAÑOL[1]

José Monleón

Entre los muchos modos de encarar la obra de Max Aub quizá, a estas alturas, la primera cuestión sea la de intentar situarla en el marco del teatro español contemporáneo.

Si nos atuviéramos estrictamente a la historia de la literatura dramática, sacaríamos unas consecuencias, a menudo halagüeñas, en torno al valor de esa obra. Si, en cambio, nos limitáramos a la historia de las representaciones, a la vida escénica, tendríamos que llegar a la conclusión de que Max Aub no ha pasado de ser un dramaturgo representado esporádicamente. Parece, pues, necesario interrogarse por las razones de esta dualidad, de este ser y no ser de Max Aub en el teatro español.

Cabría pensar, simplemente, que Max era un hombre lleno de ideas, un observador atento de la historia de su tiempo, un escritor que sabía utilizar el idioma, pero que, como ha ocurrido en tantos casos, carecía de la poética propia de un dramaturgo, es decir, de la capacidad de crear dramas, en el sentido más teatral del término. Muchas de nuestras gentes de teatro lo piensan así. Y el propio Max, durante su última estancia en España, me confesaba que su teatro, como tal, quizá no era bueno.

¿Es así de sencillo? Lo que dice un autor a propósito de su obra no siempre es exacto, porque a veces, a fuerza de oír repetido un mismo juicio, acaba tomándolo por verdadero. Si Max había escrito una larga lista de títulos, si su esperanza era verlos representados, y si, pese a ello, los grandes directores y actores, incluso amigos y admiradores de su personalidad y de su producción literaria, no los hacían, era lógico que el autor, con la carga de amargura propia del caso, aceptara que el camino del teatro no era el suyo.

Es necesario situar esta frustración de Max Aub en la historia de otras frustraciones nacidas, concretamente, del concepto que entre nosotros se ha tenido de la “teatralidad”. En nuestros escenarios puede decirse que rara vez ha habido vanguardia, a menos que se tratara de algún título ya “academizado” –como ha ocurrido modernamente con los esperpentos de Valle–, o de algún texto extranjero respaldado por el éxito internacional, lo cual, de inmediato, los ha privado del carácter propio de las vanguardias para transformarlos en productos que, por “culturalismo”, había que consumir.

Llegados a este punto hay que volver a las citas de siempre. Valle Inclán dio muy pronto la espalda a los escenarios españoles. Escribió lo que quiso y como quiso. El precio no pudo ser otro que el verse, prácticamente hasta su muerte, marginado de la cartelera teatral española. Salvo casos excepcionales –y aquí entra, una vez más, el nombre de Margarita Xirgu– estrenó poco y mal. El mundo teatral de la época lo despreció, mientras la crítica literaria señalaba sus méritos de escritor. El conocido ensayo de Sender es, en este punto, esclarecedor. Porque Sender, que admiraba las ideas y el lenguaje de Valle, acababa reprochándole que no hiciera un teatro formalmente parecido al de Benavente. Las luchas de Unamuno contra lo que él llamó “teología de las candilejas” fueron patéticas. Yo mismo he tenido en mis manos, hace unos años, el texto de El pasado que vuelve, que fue sometido a la censura franquista. Periódicamente aparecían signos de admiración, que aquí eran signos de irritación, cada vez más gruesos, más impulsivos, hasta que, a pocas cuartillas del final, el censor sin poderse contener había escrito: “!Este tío no sabe nada de teatro!”. ¡Pobre Don Miguel! ¿Qué tenían que ver los problemas que a él le preocupaban, las tragedias de pasiones desnudas, con el artificio de la comedia burguesa o con la ñoña retórica del falso “teatro poético”?

Si situamos a Max Aub en este panorama, quizá se aclaren algunas cuestiones. Sería ridículo afirmar que la desatención a un dramaturgo por parte de la escena española es la prueba irrefutable de su mérito. Muchos han sido justamente desoídos. Pero es lo cierto que en el teatro español existen una serie de escritores que han padecido el mismo problema que Max Aub. Autores que no se sabe muy bien qué hacer con ellos, que se les cita con respeto, sin que se representen regularmente sus obras. Son los autores que, en principio, no han respetado las normas convencionales de la teatralidad. O, llegando al fondo de la cuestión, autores que han vivido fuera o en contra del pensamiento tradicional, que tienen otra imagen del mundo, otra experiencia biográfica, otro concepto de la sociedad y del ser humano… Max era un autor insólito, en sus temas y en sus formas.

La imagen básica de Max Aub es la de un transterrado. No la de un transterrado accidental, como pudo ser el caso de Alejandro Casona, que conoció el éxito antes, durante y después de su exilio, que padeció, sin duda, en su obra y en su vida, la incidencia de este trago amargo, pero que nunca fue sustancialmente transformado por él. La historia de Alejandro Casona, como la de otros exiliados, ha sido una de esas historias que empiezan y acaban bien, aunque el personaje se pase todo el segundo acto haciendo sufrir a los espectadores. No es ese, en absoluto, el caso de nuestro Max Aub, cuya vida entera podría interpretarse como una sucesión de exilios, hasta el punto de hacer de su condición un elemento básico de su personalidad y de su obra. En términos anecdóticos, el exilio que cuenta, el único del que se habla, es el de su largo periodo mejicano. Pero, bien mirado, quizá ese solo sea el episodio más visible de un transtierro permanente. Porque desde su juventud valenciana, cuando empieza a escribir sus dramas de vanguardia, hasta el día de su muerte en Méjico, la vida de Max está dolorosamente definida por una serie de proyectos que la historia va destruyendo sistemáticamente.

El testigo es, a la larga, un personaje incómodo, sobre todo, claro, como en el caso de Max Aub, cuando está a favor de las causas perdidas. Max me hablaba en una entrevista de su papel de testigo de una sucesión de catástrofes. Consciente o inconscientemente, renunciaba a términos más neutros, como el de “hechos históricos”, para adoptar el de “catástrofes”, que entrañaba un juicio moral y político sobre el curso de su época. Literalmente Max enumeraba: la guerra civil española, la ascensión del nazismo, el exilio, la guerra mundial, las luchas anticoloniales y la guerra fría.

A propósito de su teatro de circunstancias, Max había escrito:

Si existe algún escritor español en cuya obra no haya repercutido la guerra abominable que nos ha sido impuesta o no es escritos o no es español. Se pudo defender en algún tiempo pasado que el mantenerse alejado de las luchas sociales o internacionales era una posición moral altiva y en consonancia con ciertas teorías que reivindicaban muy alto el espíritu; el tiempo es otro, nuestros años son de lucha, y el que no lucha muere o está muerto sin saberlo. No sostengo aquí que el que no esté conmigo está contra mí, sino que los que no están ni con los unos ni con los otros inexisten; y lo que no existe, mal puede sobrevivir.

Max había, pues, tomado partido. Un partido sin cuota ni carnet, condenado a la derrota. El pacto germano-soviético, por ejemplo, fue, para quien había vivido una guerra civil en la que ambos términos expresaban dos opciones antagónicas, un hecho amargo y decepcionante, como lo fue más tarde que la victoria aliada no condujera a la liquidación del régimen franquista. O que la guerra fría, como explicaba en No o en su Monólogo de la Plaza de la Concordia, igualara a los dos grandes bloques en demagogia e intolerancia.

En este sentido, el teatro testimonial de Max es una permanente expresión de desaliento. Su Morir por cerrar los ojos, por ejemplo, es el drama de otra esperanza perdida, de otra catástrofe histórica. Francia, asociada desde siempre entre los españoles a libertad e ilustración, la Francia regida hasta hace poco por un Frente Popular, se muestra cruelmente inhospitalaria con los vencidos de nuestra guerra civil. El chauvinismo y el temor de la burguesía francesa pesan mucho más que su nacimiento revolucionario. Y muchos piensan que la presencia de la “canalla española” es un compromiso para la seguridad de Francia, cada vez más amenazada por el poder impaciente de Alemania. El talante moral de Aub se alza, pues, contra el nuevo espíritu de Europa o, si se quiere –y ese es el sentido de uno de sus dramas, El rapto de Europa – contra los raptores de un pensamiento y una tradición cultural en los que Max, como escritor occidental, tenía parte de sus raíces. El mundo de la persecución y de la huida, los trazos de tanto drama itinerante, se hacen casi una constante de todo ese Teatro Mayor, escrito apenas arribado a Méjico. Significativamente, es ahora cuando se siente impulsado a evocar la época de la Dictadura con La vida conyugal; la República con Cara y cruz; el exilio de los judíos perseguidos por el nazismo con San Juan; la persecución de los refugiados españoles con Morir para cerrar los ojos; la arriesgada actividad de quienes trabajan en Francia para conseguir la evacuación de los que poseían alguna cualificación política con El rapto de Europa

Es un ciclo en el que el autor es antes cronista que dramaturgo. Utiliza el teatro porque le permite desdoblarse, colocarse delante de su propia subjetividad. Pero el proceso de fabulación es escaso y, a veces, hasta forzado. Lo que cuenta el autor, lo que ha visto o vivido tiene mucha más consistencia que lo que imagina. Las “normas teatrales” se introducen a menudo como una servidumbre incómoda, como un artificio, que choca con el carácter estremecedor del testimonio… Estamos ante un teatro que tiene mucho de periodismo o, si se quiere, de un teatro en el que los hechos alcanzan una dimensión que no proviene tanto de la proposición expresa del dramaturgo como de la anchura que les da el lector o espectador al relacionarlos con la historia.

Es un ciclo que no tiene parangón en toda la historia del teatro español. El teatro de un tiempo de catástrofes, escrito por un protagonista que no pierde su independencia moral ni su toma de partido. Y que va, poco apoco, derivando hacia esa nueva crónica, amarga e inventada, del Max transterrado, del Max vencido e indestructible.

Yo recuerdo –y ahí está, en todo caso, La gallina ciega– el dolor y la rabia con que Max respondía muchas veces a quienes le preguntaban su opinión sobre la España que encontró después de tantos años de exilio. Su protesta no era, me parece, tanto contra la España de hoy como contra la diferencia entre esa España y la suya, contra los cambios ocurridos en su ausencia, contra la distancia entre la realidad y lo que imaginó desde lejos, contra el tiempo de vida española que le había sido arrebatado.

Por eso, pienso en Max como el dramaturgo de una España hipotética que, soterradamente, quizá forme parte de la mejor España real. Su obra teatral nos hace pensar en aquella famosa lista de los que hubieran sido académicos si la guerra civil la hubiera ganado el bando republicano. Yo tengo la impresión de que Max es como nuestro doble, nuestro otro autor y que, como tal, encontrará algún día el merecido reconocimiento escénico. No tomándolo al pie de la letra, sino viéndolo y sintiéndolo como personaje de una serie de derrotas, de proyectos condenados por la historia que, a su vez, forman parte de nuestro más deseable futuro. Max es la memoria que nos mira, como diría Artaud, desde el otro lado del espejo.

 

Mayo, 1982

[1] Nota A.M: El presente artículo de José Monleón ha sido elaborado a partir del publicado en Primer Acto, nº 202 (1984).