por NIEVES RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ
I
Cuando una persona accede por vez primera a un texto de María Zambrano, queda atrapada, primeramente, por la forma. Es posible que encuentre en el reverso del libro las palabras pensadora o filósofa y, entonces, el lector o lectora, adopte la forma severa y circunspecta que un libro de filosofía requiere para su lectura. Pero al leer las primeras palabras encontrará el ejercicio del pensar perfectamente asentado en la prosa poética. Se dejará guiar por la embriaguez de su estilo y, como en el mundo de las apariencias, dejará soterrado, de manera inconsciente, el peso de su pensamiento. Habrá de volver, entonces, a releer aquellas misteriosas palabras que no nombran realidad alguna, a priori. ¿De qué hablan las palabras que hablan? Y cuando regrese a la lectura íntima, consciente, comenzará a dialogar con una obra y, en el mejor de los casos, a habitarla. Y aun así una pregunta quedará siempre flotando, ¿ante qué extraño género nos encontramos? La respuesta es ante María Zambrano, ella misma es el género, pues su singularidad, tantas veces resaltada, se debe a su anhelo por recuperar los métodos de conocimientos, milenarios, que la filosofía occidental ha ido desechando o reduciendo a conceptos. De manera que ahí está su universo, conformado por las confesiones, los delirios, los sueños y la poesía, eso que ella misma denominó razón poética, que es, por definición, razón creadora.
La razón poética, es, entonces, el núcleo de su aportación teórica, pero ocurre, y el lector o lectora lo sentirá, que es una razón que se despliega en forma de espiral: primero desciende a aquellos lugares difícilmente alcanzados por la razón, a las cavidades oscuras de la vida a las que no se llega por la palabra para luego, ascender al nivel de la luz, para salvar del tiempo lo nacido sin él. Y este movimiento lo hace con un lenguaje propio para dar voz a la experiencia, su saber de experiencia. Luego la dificultad de esta pensadora radica en no perder el centro para hacer, junto a ella, el viaje de la palabra.
De la razón poética se ha dicho y escrito mucho, aunque de ella apenas se puede hablar según la propia María Zambrano. Cabe recordar que donde dice poética no se está refiriendo a un género, sino a poiesis, es decir creación, de modo que su método –y aquí método habría que entenderlo en sentido estricto, es decir, hacer camino–, iniciado en los años treinta, nace de la necesidad de reconciliar la filosofía «institucionalizada» con las antiguas formas del saber, maneras más cercanas a la forma en que el arte interpreta y recoge la vida. Formas, todas ellas, que quedan en los márgenes, más allá de las fronteras de la ciudad, y, que, por tanto, pueden leerse como respuesta a la crisis que supuso el difícil viaje a lo desconocido: el exilio. Pues fue allí, en Morelia, México, su primer destierro tras cruzar la frontera francesa el 28 de enero de 1939, que redacta su libro Filosofía y poesía (1939), el texto fundador, creemos, de su razón poética, pues en él, implícitamente, ya están todos los contenidos de su posterior obra: la literatura como método de conocimiento, la necesidad de otorgar a la filosofía una razón que no quiera llevar razón, el delirio como lenguaje creador y su estudio de la mística como espacio donde ver resueltas las esperanzas.
El viaje lo inicia en diálogo con la obra platónica La República –la primera utopía de la cultura occidental–, donde el filósofo griego diseña su ciudad ideal y de la que expulsa a los poetas por una única razón; los poetas, dice, no promueven un logos (y logos en la antigua Grecia no solo significada palabra, sino también razón) asentado en los valores de bien y justicia, sino que su palabra es ilegítima. Es, en efecto, una palabra irracional, «una palabra puesta al servicio de la embriaguez» o una palabra para «adormecer la razón» (1) en expresión de Zambrano, pero que ha de unirse al logos filosófico si, en verdad, se quiere conocer el qué de las cosas, pues las cosas ni se pueden reducir a conceptos, ni se pueden apresar en un lenguaje docto.
En esta unión, imposible desde Platón, es donde centra sus esfuerzos como pensadora y lo hace rescatando ese «pensar en metáforas» de Unamuno, es decir, yendo a buscar en los márgenes de la filosofía un pensamiento que vuelva a ser útil para el vivir. No será la única pensadora que lo haga, pues otros filósofos, todos ellos fuera–antes o después– de la academia, han construido su pensar mediante símbolos: Heidegger, el propio Unamuno, Nietzsche, Simone Weil, Schopenhauer, Kierkegaard, Cioran, etc., encontrando así en las formas más cercanas a la literatura y al ensayo –entendido como aproximación o tentativa de vida– un espacio para recoger el saber de la experiencia. Pero de todo ellos, quizá, es María Zambrano quien, yendo a recuperar las voces silenciadas por el peso de la historia, yendo al rescate de lo escondido, lo que permanece en sombra, buceando hasta las cavidades del corazón donde el logos sumergido nunca se ha manifestado en palabras, es, decimos, María Zambrano quien de manera más honda ha construido un pensamiento en metáforas, uno asentado en el diálogo, en la comunión y en la participación, valores éticos de los que su contemporaneidad se había olvidado. Y de entre todos esos logos sumergidos, el delirio constituye la raíz de su pensamiento desde sus primeros escritos hasta los últimos.
II
Entiende Zambrano el delirio como espacio de tiempo detenido, como lugar al que descender para desarrollar la identidad mediante máscaras, personas y personajes del yo y como antídoto al individualismo del sujeto moderno. Sabemos, por la psiquiatría, que el delirio es la falta de aceptación de lo real, de modo que la persona se crea un universo semántico paralelo que vive como auténtico. Pero aquí cabría hacerse una pregunta, ¿no es necesario acaso crearse un mundo paralelo cuando lo que en verdad delira es la historia? Lo que Zambrano intentará, entonces, es recuperar vínculos entre la realidad experiencial y la realidad externa motivo por el cual distingue entre el delirio de la historia y el delirio de la persona: uno es expresión del padecer, el otro es creador. Luego, en último término, y desde una mirada completamente asentada en la esperanza, entiende Zambrano que el descenso que supone delirar culmina en el renacer de la persona, es decir, en la posibilidad de ser. Entender aquí el delirio como posibilidad entre dos realidades diferentes abre la puerta al teatro, lugar en el que hay que guardar distancia para mirar, como en todo acto del pensar.
Y desde esta perspectiva de «quedarse fuera» podemos entender el delirio también como un destierro de la realidad en el que la persona sale de sí para buscar su centro, es decir, como ayuda al desarrollo de la identidad. Ahora bien, ¿con qué lenguaje? Es por ello por lo que aludimos al lenguaje del delirio como palabra creadora, pues Zambrano, en ese ejercicio de descenso mediante máscaras, personas y personajes del yo despliega un registro de textos bajo la forma delirios (2) que abonó a lo largo de toda su vida. Ahí se encuentran sus heterónimos, su yo bajo la máscara de otros personajes, sus personas veladas, nos estamos refiriendo a Antígona, Diotima de Mantinea, Perséfone, Ofelia, Ana de Carabantes o Cordelia. Es decir, máscaras bajo las que encontrar su identidad propia, los yoes que habitan en ella, en una multiplicidad de tiempos que piden, en último término, encontrar su razón, su luz, su despertar de la conciencia. Pero el delirante, como el exiliado, tiene que ponerse delante de otros para ser visto como relata en su libro Los bienaventurados:
El exiliado es una especie de revelación que él mismo puede ignorar, e ignora casi siempre, como todo ser humano que es conducido para ser visto, cuando él lo que quiere es ver. Pues que el exiliado es objeto de mirada antes que de conocimiento. (3)
Quizá por ello, el primer capítulo de su libro autobiográfico, con tintes confesionales, Delirio y destino (1952), escrito en su exilio cubano, comienza así, adsum, que quiere decir «aquí estoy; comparezco». Esta novela, pues podría ser considerada una novela de autoficción, es un ejercicio de memoria, un adentramiento a esa realidad alejada por pasada, perdida o anhelada de la infancia, de la amistad, de los maestros, de la II República… Un ponerse ante los otros para ser visto. Pero ¿dónde radica la diferencia entre el delirante y el exiliado, aunque ambos estén desterrados? Que quien delira habla y, por tanto, necesita no solo ser visto, sino también ser escuchado. ¿Será escuchado quien habla con un lenguaje otro, un lenguaje extraño, retorcido? ¿O por el contrario estará destinado, cual Casandra, a no ser creído?
Quien se pone ante otros para ser visto y oído necesita de un nosotros, es decir, de la polis, del encuentro con una asamblea aun a riesgo de ser ignorado. Y es ahí donde sitúa el teatro María Zambrano, del que dice que en su origen fue el delirio:
Del teatro cabe decir también que en el principio fue el delirio; el delirar de la vida en su sobreabundancia de dolor y de gozo, el delirar de la infinitud de la esperanza, el frenesí del apetito de ser depositado en el corazón humano. Delirio y máscara están en el principio del teatro. (4)
III
Y es aquí, en esta concepción del teatro como delirio, como máscara bajo la que encontrar la verdadera identidad, como lugar donde albergar la memoria, la del dolor y la del gozo, que se escribió María Zambrano –revelaciones de un delirio– (5) dentro del proyecto María Zambrano [La hora de España] que relataba el viaje de regreso de la pensadora el 20 de noviembre de 1984 desde Ginebra hasta Madrid. En él, «la infinitud de la esperanza» en la democracia española, el dolor del exilio y el gozo de saberse en casa se hacen patentes mediante un delirio concéntrico, pues en la pieza, quienes asaltan la memoria de Zambrano son Diotima de Mantinea, su heterónimo, aquella maestra de quien Sócrates aprende todo sobre el amor como recoge Platón en su diálogo El Banquete y a quien la filósofa malagueña dedicó uno de sus textos más bellos (6); Ana de Carabantes, un personaje literario inventado por Zambrano para desvelar algunos aspectos de su biografía, siendo significativo que sitúe a este personaje en el pueblo de Dos Hermanas en clara alusión a su hermana Araceli así como el apellido empleado, de Carabantes, pues su padre se llamaba Blas Zambrano García de Carabante (7); y, finalmente, Nietzsche, filósofo de la vida plena, quien creó, según Zambrano su propio delirio en la figura del superhombre (8).
¿Y qué revela un delirio? Lo primero de todo, la posibilidad de escenificar un diálogo con el otro que habita en uno, es decir, un diálogo bajo la aparente forma del monólogo, pues quien delira da cabida a otro que ya no está dentro de sí, sino afuera. Y al decirlo en voz alta, al hacer uso de la palabra dada, como se hace en el teatro, entonces esa palabra, a priori alejada del mundo, puede ofrecer un despertar de la conciencia colectiva. De esta manera es la poesía la que se incrusta en la razón y no al revés, es el método mediante el cual la razón filosófica se une a la intuición poética para lograr la revelación de algo buscado: la esperanza de poder volver a nacer, de nacer del todo.
MARÍA ZAMBRANO –revelaciones de un delirio–
Al salir de España, en 1939, prevaleció en mí la imagen y la realidad, la realidad que después se hizo imagen, pero una imagen real. Tuvimos que pasar la frontera de Francia uno a uno, para enseñar los más la ausencia de pasaporte, que yo sí tenía, por haberlo sacado con mucha anterioridad, cuando tuve que ir a Chile. Y el hombre que me precedía llevaba a la espalda un cordero, un cordero del que me llegaba su aliento y que, por un instante, por toda una eternidad, me miró. Y yo lo miré. Nos miramos el cordero y yo. Y el hombre siguió, y se perdió por aquella muchedumbre, por aquella inmensidad que nos esperaba del lado de la libertad. ¿Qué hacer ahora? Yo no volví a ver aquel cordero, pero ese cordero me ha seguido mirando. Y yo me decía y hasta creo que llegué a decírselo a media voz a algún amigo o algún enemigo, o a nadie, o al Señor, o a los olivos, que yo no volvería a España sino detrás de aquel cordero. Y luego he vuelto. Y el cordero no estaba esperándome al pie del avión. Ahora bien, procuré, cuando ya puse el pie en tierra, quedarme completamente sola y pisar la tierra española sola, sin apoyo. Pero el hombre del cordero no estaba. ¿Cuándo he venido a darme cuenta? Pues ahora, cuando, tal vez por misericordia, tal vez por veracidad, me han dicho algunas personas, que estimo, que he llegado a la hora precisa, que he llegado cuando debía de llegar y como debía de llegar. Y, cuando he visto las imágenes que sacaron los fotógrafos que me aguardaban, tan conmovedoras, tan blancas, tan puras, entonces vi que el cordero era yo. El hombre no aparecía sosteniéndome en su espalda porque yo me había asimilado al cordero. El saber de experiencia (Notas inconexas) (9). MARÍA ZAMBRANO
Una cajita de música, una metáfora: Ana de Carabantes
La luz a esta hora de la tarde entra como una flecha por la ventanilla del avión que trae de vuelta a María Zambrano tras cuarenta y cinco años de exilio.
Es la luz de noviembre, detenida y rara, que sostiene promesas que María todavía no vislumbra.
Con manos temblorosas se abrocha el cinturón y cierra la ventanilla, pero no del todo, sino como un párpado a punto de despertar.
Su rostro silencioso se vuelve blanco cuando el avión comienza a moverse, cada vez más rápido, cada vez más rápido.
El corazón de María, entonces, se agolpa y su mano anciana lo alcanza como queriendo detenerlo.
Tranquila, María. Tranquila. No es un corazón. No es tu corazón, es una cajita de música. Así. ¿La oyes? (Acordándose.) ¡La cajita de música! ¿Dónde la habré puesto? (Pausa. Rebusca con la mirada inquita. Pero no se mueve.) Es el último viaje. El último. Regresas, María. Regresamos. (Inquieta.) ¿Quién habla? ¿Quién eres tú que te nombras nombrándome? (Los motores del avión rugen como si todos los gatos del mundo lo hicieran al unísono. María, entonces, se coloca las manos tapándose los oídos. Escucha su propio eco.) ¿Cuánto tarda un avión en despegar, por el amor de Dios? ¿Por qué ando como una niña inquieta? ¿Cuántos vuelos has hecho a lo largo de tu vida, María? ¿Cuántos hemos hecho? (Pausa. Inquieta. Suelta su cabeza.) ¿Eres tú, Ana? ¿Eres tú la que regresas conmigo? ¿La que de mi boca sales? (El avión ya está en el aire y María se desabrocha el cinturón con torpeza. Se agacha. De sus pies coge un bolso de mano. En el interior una cajita de música. A la cajita.) ¿Lo recuerdas? El día que fue a tu casa te habías ido. Solo encontré un baúl con plumas de pájaros. Un tiesto recién regado. Esta cajita de música… Ana. Ana de Carabantes. (Pausa.) Cuántas veces habré encontrado una casa sí… ¿Cuántas dejé? ¿Y a dónde fuiste? A La Pièce, la casa del Jura francés a la que llegué el 14 de septiembre de 1964.
Una cueva.
Una cabaña.
Un convento abandonado.
Una caverna.
Todo parecía menos una casa. ¿La recuerdas? Aisladas por la nieve. Y desde entonces me acompañas así, con esta música. (Abre la cajita de música con mano temblorosa. Comienza a darle cuerda.) Ana… (Susurrando.) No eres una mujer. Eres una metáfora. Tuve que inventarte en los días de soledad, allá por 1972. En los días de espesa nieve. Araceli había muerto. El cartero no llega nunca. Las llamadas cada vez eran menos frecuentes. Y apareciste. Me dejaste una huella y la seguí. La seguí hasta hallar entre plumas de pájaros esta melodía. Mi propio corazón, quizá. Sí, yo soñé que encontraba el corazón. ¿Lo habré encontrado? (Pausa.) Las vecinas dijeron que te habías ido con lo puesto. Siempre se marcha una con lo puesto. Sin tiempo. Te fuiste con la huella de alguien que ha pasado y que pude volver a pasar. Pero ¿qué digo? (Cierra la cajita de música.) Volver a pasar la frontera…
Reapareces en sueños.
Reapareces transparente.
Peregrina y errante.
Somos tan parecidas…
Una noche te pregunté: Ana, ¿quién eres?
Y tú me respondiste: Tu identidad.
Sí. Eres ese yo que habita en mí, pero que ni yo misma conozco (10). ¿No es extraño? ¿No es extraño que hoy, precisamente hoy, te regreses a mí? Pero no te alcanzaré nunca. Nunca, en verdad, te podré tener a mi lado. Y me quedo vacía. (María deja caer su cabeza.) Aceptando mi identidad. Que mi destino es la no-presencia, la no-existencia. Volando tan fuera de mí…
La luz del principio ya es menos afilada, como si una nueve se hubiera instalado entre su cabeza y el interior del avión.
María, entonces, abre del todo la ventanilla y pega su cara al cristal como una niña lo haría ante una pecera.
Vemos sus ojos agrandados, casi ciegos, en una mueca de sorpresa.
En el cielo de Nietzsche siempre es 14 de abril
Un hombre sobrevuela el cielo con un parapente.
Los colores de su ala son inconfundibles: rojo, morado y amarillo.
Gira sobre sí mismo al igual que una bandera ondeante.
María ahora tiene veintiséis años, está en la Puerta del Sol andando con dificultad entre la multitud.
Los gritos de victoria se agolpan en su cabeza anciana.
Los oímos.
Es 14 de abril de 1931.
Florecen las banderas republicanas.
Son cientos, miles, flameando el cielo.
Huele a perfume de campo.
Y alguien grita, al unísono con María, puño en alto: ¡Viva la República!
¡Viva la República! (Al resto de pasajeros.) ¿Es que nadie va a decir nada? (Mira a su alrededor, incrédula.) ¿No lo veis? ¿No veis cómo está la Puerta del Sol? Todas las cabezas se alzan hacia arriba, hacia el Ministerio de la Gobernación. Se abren las alas de un balcón y un hombre, un hombre solo, alto, vestido de oscuro traje, sobrio, dueño de sí, iza la bandera de la República. Y yo conozco a ese hombre porque habita nuestro cielo. Es el filósofo errante, perdido en el mundo occidental.
El cielo de abril deja caer una luz blanca hasta tocar la multitud.
Entre todas las banderas, ahora, en este noviembre, solo queda una, la más viva.
La que vuela.
Y la porta Nietzsche.
María es bañada por esa luz.
¿No vais a decir nada? ¿Qué temor ulula en vuestras bocas, hermanos, hijos míos? (Se revuelve entre la multitud buscando una mirada cómplice. Una sola.) Me habéis dolido tanto… (Pausa.) En los años previos a la República fundamos la Liga de Educación Social que fue imprescindible para el derrocamiento de la dictadura de 1930. En 1936 firmamos el Manifiesto Fundacional de la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura. Luego nos fuimos, uno a uno, a cruzar una frontera. Vuelvo tras cuarenta y cinco años de exilio. Que es toda una vida… (La luz desparece.)
¿No regreso acaso a la España de la libertad?
¿Sobre qué ruinas habéis construido la democracia?
¿Usáis vuestro silencio para qué?
¿Qué haréis cuando la miseria os aceche?
¿Gritaréis?
Ahora, ahora es cuando el corazón ha de vibrar con furia: ¡Viva la República! (Corre hacia su asiento desorientada y vuelve a pegar su frente al cristal de la ventanilla.) Ahí está Nietzsche. El del eterno retorno. El que reafirma la vida con placer y dolor… (Visiblemente preocupada.) Pero… Pero… Gira… Gira sobre sí mismo en una espiral como si quisiera atarse fuertemente la abandera al cuello y dejarse morir.
¿De qué peligros me avisas, amigo mío?
¿Qué sabes tú que vienes a mi encuentro?
¿Por qué se oscure la nieve a tus pies?
¿Qué quieres hacer ver con tu giro mortal desafiando los cielos?
¿Qué silencio se ha extendido sobre esta España que me acoge?
¿Qué España sin bandera me espera?
¿Qué tierra negra, de pan negro, de rostros negros, habéis reconstruido, hermanos míos?
El parapente en que vuela Nietzsche pareciera que se va a estrellar contra el avión.
María aparta bruscamente su frente del cristal y deja su cabeza con la respiración entrecortada.
Tose. Tose.
Se lleva la mano al pecho.
Silencio.
Silencio largo.
A la azafata.
Sí, estoy bien. Estoy bien. No. No, no quiero nada. Gracias. (Pausa.) Qué vieja estás, María. Qué vieja estás… (Silencio. Respira hondo.) Te iba al encuentro en Madrid como vienes tú ahora. Era 1921 y yo iba y venía de Segovia a estudiar Filosofía a la Universidad Central. Te buscaba en las bibliotecas, en las librerías, en los apuntes de mis compañeros, ávida de tus palabras. ¿No has leído a Nietzsche?, me preguntaban. Todos te conocían menos yo. Y vienes a mí y portas esa bandera que no he podido olvidar, que no he querido olvidar durante todos estos años…
Qué largo el tiempo,
qué largo el estudio,
qué largas las noches,
qué larga la nostalgia por volver a aprender todo aquello.
Otra vez.
Aprender lo mismo para no olvidar. (Asintiendo con la cabeza.)
Qué largos los olvidos.
Qué largos, Dios.
Y llegas tú, haciendo de tu idea una acrobacia. El horror te llevó a ella. El horror de saberse preso en un mundo destruido. ¿Seguimos en este mundo, Nietzsche? Y, sin embargo, de tus dulces labios la mayor tormenta de la historia de la filosofía nos trajo la calma. ¿Qué hubiera sido de mí sin ti, Dionysos germánico? Qué hubiera sido si no hubiera aprendido el origen de la tragedia, el origen de la esperanza… (Silencio. Piensa en lo que acaba de decir. María saca del bolso una pitillera de plata con mano temblorosa. Del interior saca un cigarrillo y lo prende. Sobre su cabeza espirales de humo.) De toda esperanza… (A la azafata.) Perdone, ¿me puede traer un whisky con hielo, por favor? Hoy es un día muy importante.
Jaula, nido, corazón: Diotima de Mantinea
Los hielos del vaso de María parecen traer olas del mar de Málaga.
Su mano los remueve como queriendo encontrar formas imposibles en el fondo del vaso, en fondo del Mediterráneo.
Luego, lo eleva hasta sus labios y sorbe con tragos cortos y mirada ausente.
La luz de afuera ya no brilla.
Las espirales han desaparecido.
Todo parece penumbra, duermevela celeste, ultratumba marina.
María, poco a poco, se va meciendo en un dulce sueño al son de una nana.
Tras un tiempo, en sueños.
¡A la orilla no! ¡A la otra orilla no! Dejadme ser hielo nada más. Quiero ir deshaciéndome en lenguaje. Dejadme así hundida en mi oscuridad. Veo rocas de cristal, montañas y ríos, aire espeso, agua todavía no nacida. ¡A la otra orilla no! Dejadme… (Pausa.) ¿Os habéis ido? Nadie aparece ya. ¿De quién son esos ojos que me miran? ¿Quién eres? ¿A dónde me llevas? ¿Al banquete, dices? ¿Qué banquete? Yo solo quiero volver a España. ¿A un banquete de amor? (Silencio.) ¿Eres tú, Diotima? ¿Eres tú, filósofa del amor, maestra de Sócrates, quien me viene al encuentro? ¿Por qué me miras con esos ojos? (Pausa.) Sí, claro que quiero. Quiero ascender a la luz. Quiero volver a la luz de Segovia. Y a la luz de Cuba. Y a la luz de… ¿De Dios, dices? También, también. A la luz, a la luz de España. Quiero volver, solo eso. (Silencio.) El conocimiento es luz sí. Pero yo no sé nada. Nunca inventé nada. Me fuisteis dando así, en sueños, de poco a poco, todas las historias. Nunca inventé nada. Me volviendo oído, caracol marino. Un oído. Tan solo oía. (Pausa.) ¿Eres Diotima? ¿Diotima de Mantinea? Qué raros tienes los ojos. Blancos, de luna tierra adentro. Tienes ojos de mujer sin patria. Tienes ojos de diosa de los muertos. ¡No! ¡A la otra orilla no!
Despierta.
El avión sufre una sacudida.
El vaso tiembla y María coge un hielo entre sus dedos.
Lo acaricia por su frente, cada vez con más intensidad como si quisiera borrarse un pensamiento.
Me duele el cuerpo cuando me deja historias con las que no sé qué hacer. Estoy llena de interrupciones. De paréntesis. Estás vieja, María. Todo eclipse ya en tu mente. Creo estar hablando, pero las palabras ya solo suenan para mí, ni fuera ni dentro. (Se incorpora. De pie, buscando una mirada viva.) ¿Me escucháis? ¿Todavía oís mi voz?
El hielo se le escapa de los dedos y sale rodando como un caracol.
María intenta recogerlo.
Todo espejismo bajo sus pies.
Todo ceguera de luz.
¿Alguien ha encontrado mi palabra? (A la azafata. Al resto de pasajeros.) Disculpen. Busco mi palabra. Sí. Se acaba de car y ha salido rodando. Cuando la encuentren será ya un pez dibujado, quizá una raya. (A la azafata.) Sí, me siento. Ya me siento. Perdone. ¿La ha encontrado? No se preocupe. (Pausa.) ¿Sabe? Yo me he ido quedando siempre a la orilla. A la orilla de todo. ¿Cuándo llegamos a casa?
María, sentada, cierra los ojos plácida.
Sonríe.
Sonríe como quien se ha adueñado, por fin, de una revelación.
Notas.-
(1) M. Zambrano, Filosofía y poesía en Vol. I de Obras completas, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015, p. 703.
(2) Recogidos en el Vol. VI de sus Obras completas, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014.
(3) M. Zambrano, Los bienaventurados en Tomo 2 del Vol. IV de sus Obras completas, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2019, p. 403.
(4) M. Zambrano, «El origen del teatro» en Las palabras del regreso (ed. de Mercedes Gómez Blesa), Cátedra, Madrid, 2009, p. 132.
(5) Texto incluido en María Zambrano. [La hora de España], de Itziar Pascual, Nieves Rodríguez Rodríguez y Blanca Doménech, siendo María Zambrano –revelaciones de un delirio– la parte central de la propuesta. Esta pieza fue presentada como lectura dramatizada dentro del ciclo Los lunes con voz, dirigida por Laura Ortega e interpretada por Laura Ordás en la Sala Mirlo Blanco del Teatro Valle-Inclán de Madrid, el 21 de noviembre de 2016. Como prólogo a la lectura el profesor del Instituto de Filosofía del CSIC, Antolín Sánchez Cuervo, impartió una clase magistral.
(6) M. Zambrano, «Diotima de Mantinea» en Hacia un saber sobre el alma, Alianza Editorial, Madrid, 2008. Es aquí donde se encuentra el texto al que hacemos referencias, pero sabemos por sus Diarios que fue un personaje que la acompañó entre 1956-1966 como puede comprobarse en el Vol. VI de sus Obras completas, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014.
(7) M. Zambrano, «Ana de Carabantes» en Las palabras del regreso, (ed. de Mercedes Gómez Blesa) Cátedra, Madrid, 2009, pp. 316-318.
(8) M. Zambrano, «El delirio del superhombre» en El hombre y lo divino, Vol. III de sus Obras completas, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2011.
(9) Zambrano, «El saber de experiencia (Notas inconexas)» en Las palabras del regreso, (ed. de Mercedes Gómez Blesa) Cátedra, Madrid, 2009, pp. 70-72.
(10) Perdóname por ir así buscándote, poema de La voz a ti debida de Pedro Salinas. Este verso está inspirado en este poema que citamos. Tenía que ser Pedro Salinas, amigo de Zambrano, sabiendo que iba a ser Jaime Salinas, su hijo, quien la recogiera en el aeropuerto de Barajas.