Si miro hacia atrás a mis primeros pasos en el teatro, no puedo evitar preguntarme cómo lo conseguimos. Un modesto grupo aficionado en Donostia. Estábamos lejos de todo. Hasta Francia, aquel paraíso de democracia geográficamente tan cercano, se alejaba mediante una cadena de obstáculos burocráticos que comenzaba, para las mujeres, en la obligación de realizar el servicio social y de obtener el permiso paterno para conseguir un pasaporte.
Estábamos lejos hasta de la luz. Aquel local en el que inicié a principios de los setenta mi andadura teatral no tenía ni ventanas. Orain tenía cedido un espacio en el edificio de arbitrios municipales que colindaba por un lado con el mercado de frutas y por el otro con el Hospital Militar. El pasillo por el que se accedía a aquel enorme zulo daba a una hermosa terraza a la que teníamos prohibido asomarnos por razones obvias.
En aquel mundo oscuro, aislado, metáfora quizás de lo que vivíamos en nuestro intento de hacer teatro, el Primer Acto –que nos lanzaba con un gesto significativo de “a ver si os enteráis de algo” nuestra directora e introductora en el mundo de la escena, Maribel Belastegi– era esa ventana de la que carecíamos.
Inevitablemente mis primeros recuerdos de la revista –que acababa siempre manoseada para desesperación de su dueña– están íntimamente relacionados con esos primeros pasos y con los años que precedieron al final de la dictadura. El día que llegaba el Primer Acto los ejercicios preparatorios, improvisaciones o ensayos, según se terciara, empezaban más tarde.
Ha llovido mucho...
Aparte de Maribel, que era la mayor –qué risa, treinta y pocos–, y venía de otras formaciones teatrales y conocía lo que se hacía en otros lugares, los que nos habíamos acercado allí para hacer teatro rondábamos la veintena y no teníamos más referencia que el Estudio 1.
Repaso ahora la lista de funciones publicada por la revista y me pregunto cuántos de esos autores –hoy consagrados– habrían visto la luz sin su existencia. O, por lo menos, cuánto tiempo más habríamos tardado en conocerlos.
De ahí sacamos las Siete Meditaciones sobre el sadomasoquismo político, que tuvimos la osadía de adaptar –se incluyeron textos de Eva Forest sobre la tortura– y representar jugándonos el tipo, ya que jamás obtuvimos el permiso de representación. Qué tiempos.
En aquellas páginas descubrimos la actividad de otras compañías y comenzamos a organizar excursiones para ver sus montajes. Había otro teatro, y lo que comenzó siendo una afición se convirtió, para algunos de nosotros, en una pasión.
Ha llovido mucho –sobre todo aquí– desde entonces. Se han abierto ventanas, ha entrado el aire, la luz. Elementos que no se valoran cuando están ahí. Pero el aire se vicia si no se respira bien. Y las ventanas, si no se abren de par en par, se convierten en meros objetos decorativos.
Primer Acto sigue renovando ese aire, incansablemente. Consciente de que no todo está hecho, de que la libertad es algo más que poder votar, de que la justicia no es sólo competencia de los que la imparten, sigue publicando lo que otros no publicarían. Gracias por la luz y por el aire. Y zorionak en este aniversario.
* Teresa Calo es actriz y autora. Ha obtenido el Premio de Teatro Ciudad de San Sebastián con su obra El día en que inventé tu nombre. Ediciones El Teatro de Papel, nº 5, julio de 2007.