Revista Primer Acto

Adolfo Gutkin: ¿Qué hubiera sido de nosotros sin “Primer Acto”?

Yo soy como una planta transoceánica, con raíces en Argentina, Cuba y Portugal. En estos tres países me formé y formé a algunos hombres (y mujeres ) de teatro…; formamos “toderos” como acostumbra a decir Juan Carlos Gené o “animales de teatro”, como nos gusta decir a todos los que nos casamos con el teatro en esa boda de sangre que es darlo todo sin esperar nada. Sólo poder dormir por las noches con la sensación del deber cumplido y la conciencia limpia, por no haber traicionado aquella voz interior que nos empujó desde la infancia…

Comencé a hacer teatro a los tres años… lo digo y no me lo creen… me llevaron mis abuelos, la obra se llamaba Tiempos de Jazz, tiempos de Vals y el actor principal era Mario Fortuna, el Teatro-Cine Metropolitan, en la calle Corrientes… y desde ahí no paré, en toda la primaria, en la juventud (hice varieté ), a los 17 años entré en Nuevo Teatro… así que… haciendo cuentas… llevo sesenta y ocho años entregado a la profesión, en el sentido de “profesare”, de hacer profesión de fe.

De modo que cuando se realiza el “big bang” de Monleón ¿qué otra cosa quiere decir Primer Acto? ) yo tenía alrededor de 20 años y si no recuerdo mal estaba en La Máscara, con Gandolfo, Alezzo, Fernándes…; habíamos salido, irritados, recientemente de Nuevo Teatro y habíamos dejado ahí a los queridos y para mí muy amados, Héctor Alterio y también a Pedro Asquini y a Alejandra Boero…; salí desgarrado y así me quedé hasta hoy.

Y ahí vino, desde España, de la lejana Madrid, la noticia de que aparecía una nueva revista de teatro; acostumbrados a la corta vida de las revistas literarias: –cuatro o cinco números era el récord– la recibimos con esa alegría porteña, con algo de sarcasmo y escepticismo, un dolor anticipado por su futura y próxima desaparición (como todo lo bueno, que se acaba pronto o es pecado o engorda).

Y hoy, festejamos sus cincuenta años de vida. Cincuenta años repitiendo siempre el Primer Acto, ¿como un eterno retorno? Nada que ver con Mircea Eliade, en el teatro es normal que siempre estemos –y estaremos– en el primer acto –repitiendo aquel primer acto original– vocacional, que decidió nuestro rumbo y por el cual lo dejamos todo. Lo sacrificamos todo.

Pero, en nuestra época, no era sólo hacer teatro por el placer del teatro… en nuestros años sesenta, además, queríamos hacer teatro para cambiar el mundo, para abrir las puertas al hombre nuevo.

Queríamos hacer la Revolución desde el escenario y cuántas palizas recibimos por eso… De la derecha, de la izquierda, de arriba, de abajo… de nosotros mismos que nos mirábamos al espejo y nos decíamos: “ pero, ¿serás imbécil?…”

Desde América Latina

Y así, por coherencia, me fui a Cuba, pero no a La Habana, sino a Santiago de Cuba… “ yo siempre dije que iría a Santiago… ( escribió Lorca ) … a Santiago de Cuba”. La primera noche en Santiago la pasé en el mismo hotel que el poeta había utilizado para dormir y dar una conferencia… El Gran Hotel… Que sólo tenía de grande el nombre del cartel, el resto… Ni agua potable en los grifos, agua color de tierra, que es un color noble, pero no da para beber o dar de beber a un crío de año y medio y a una mujer preñada de cuatro meses y medio. Llegué en 1962, a los pocos meses estalló la crisis de Octubre y yo estaba montando Volpone en el Teatro Oriente, mientras los barcos soviéticos decían que iban a romper el cerco marítimo de los norteamericanos y pasar el bloqueo naval fuera como fuera, y los norteamericanos, que si pasaban estallaba la tercera guerra mundial, y el Pacto de Varsovia sacó todos los misiles y puso en pie de guerra a sus hombres y EE.UU. calentó los motores de 44.000 bombarderos con una misión bien concreta: destruir minuciosamente la cuadrícula que le tocaba a cada avión hasta que la isla quedara hecha talco.

Y yo diciéndole al técnico: “bajá un poco el veinticinco… así…así… marcálo”, porque todavía era un porteño… Argentina se sumó al bloqueo y Borges, nuestro querido y venerado Jorge Luis Borges, refiriéndose a la isla, escribió: “¿Por qué no le tiran una bomba atómica?”. Sí, yo también, como Almafuerte:

“Renuncié a las glorias mundanales
por el arduo desierto solitario
para sembrar también abecedario
donde mismo nacen los trigales.”

Sólo que en Cuba eran campos de caña”… y de milicias… Y yo solo, lejos de Buenos Aires, sin maestros ni referencias, en Santiago de Cuba, ¿qué hacía? Igual que antes, pero con más urgencia, me refugiaba en Primer Acto. Aquella revista seguía apareciendo y publicando los nuevos autores y tendencias, comentando paso a paso, mes por mes las novedades. Nos mantenía actualizados. Casi en tiempo presente. Cada autor nuevo, cada nueva forma… cada nueva idea, era registrada y publicada. Así nos manteníamos al tanto, informados, conectados con lo que iba siendo el mundo… Y ellos, (los de Primer Acto) tenían, en España a Franco y a la censura, (a la cual en 1970 tuve la honra de conocer personalmente en San Sebastián), pero se las arreglaban para ir diciendo lo que pensaban y seguían dando señales de vida y vida a los que esperábamos sus señales…

Y yo veía que el milagro era algo que se podía tocar todos los meses… Aunque resultaba difícil en Santiago conseguir la revista todos los meses.

Cada vez que aparecía un ejemplar de Primer Acto la devoraba y la hacia circular, pero continuaba diciendo para mí: “éste debe ser el último ejemplar, no van a aguantar”.

Y sigue ahí

Y así pasó la posguerra mundial y la guerra fría y la menos fría y las modas y lo pasajero y lo banal y lo verdadero y lo que se fue proyectando hasta nuestros días, y así, revista a revista, edición a edición, fue pasando la segunda mitad del siglo veinte y Monleón sigue ahí… Y Primer Acto sigue ahí… Y no envejece y no se vende al mejor postor y sigue siendo actual e interesante y se anticipa a los cambios y detecta los nuevos valores y sabe distinguir entre lo verdadero y lo falso y sobre todo, ¡no se vende!

Tan fácil que le hubiera resultado a Pepe embolsarse unos millones y tragarse la militancia democrática. Yo sé lo que cuesta mantener un principio.
Así que Madrid, ¿no? ¿O París o Milán? No, señores, Primer Acto cruzó rápidamente el charco y fue semilla también en toda América Latina. Y es nuestra también, como Cervantes. Pregúntenle a cualquier hombre de teatro de América Latina a ver si exagero.

Por acaso recibía algunas revistas de teatro francesas, italianas y polacas, que estaban muy bien, aunque, en general, eran muy francesas. Primer Acto fue mundial, planetaria… no por ser local o por ambición cosmopolita. Lo fue porque detrás había un proyecto de vida. Una misión y un hombre: Pepe.  (Qué suerte haber llegado a una edad en que nos es permitido elogiar a un hombre vivo y confesarle nuestro amor sin sentir complejos ni pensar “qué dirán”).

Lo que sé es que no se podrá escribir la historia del teatro del siglo XX (al menos en el mundo latino) sin rendirle un homenaje a Primer Acto y a Monleón… Que no fue lo único que hizo ni hace… que ahí está el Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo, anticipándose en varios años al Diálogo Intercultural de la Comisión Europea, e, incluso, a Huntington y su “Guerra de Civilizaciones”. Claro, España qué tenía que esperar a Yokohama o a los “think thanks” para entender lo que era diálogo intercultural… o multiculturalismo. Al Andalus era (y es) España. A Monleón le gusta, últimamente, utilizar su segundo apellido, Bennacer, y hace cuestión de reivindicar su lejano mestizaje (la verdad es que tiene cara de argelino).

Pero con el cincuentenario de Primer Acto pasa como con las grandes novelas, que no son como el cuento que uno, después de leerlo lo puede contar. A mí me gusta comparar los cuentos con países, se los puede entender y agarrar de una sola vez, pero a las grandes novelas las comparo con continentes, donde están todos los climas, las topografías, los diferentes tipos humanos y los idiomas, a veces varios países y océanos y archipiélagos y el tiempo, una historia que no se puede “abarcar de una sola mirada”, como decía el estagirita.

Una dimensión que funda, que acompaña el crecimiento, que imprime carácter, una obra que, como decía Tomas Mann en el prólogo de La montaña mágica, “no la va a poder leer en siete horas… ni en siete días… pero, vamos, tampoco va a tardar siete años…”

Es que un cincuentenario editorial no se puede medir en meses, ni en años, ni en números…; resulta demasiado grande para entenderlo de una vez o para sintetizarlo en palabras. Sólo con la emoción, con el corazón… sumando todo lo que se ha visto y leído, e intuyendo aquello que perdimos, todo lo que quedó por ver y conocer, y en esa cenestesia un poco idiota que da el cariño y la admiración decir: gracias, Pepe.

¿Qué hubiera sido de nosotros sin ti y sin Primer Acto?

* Adolfo Gutkin es director de escena latinoamericano