Revista Primer Acto, Teatro

¿QUÉ SERÍAMOS SIN LA ZARANDA?

FRAGMENTOS[1]

¿Qué seríamos sin la Zaranda[2]?

JOSÉ MONLEÓN

Llevaban años buscando su teatro… Años mezclando a Valle, Lorca, J.A Castro, e incluso a los hermanos Alvarez Quintero… La Zaranda, Teatro Inestable de Andalucía La Baja, teatro de Jerez, ciudad que cuenta con un hermoso teatro y donde quizá nunca sus autoridades supieron que La Zaranda era la expresión cultural más importante de su historia moderna.[3]

Ciudad entregada a la industria vinícola, donde las bodegas parecen catedrales, y el barrio gitano una de las tierras sagradas y perdidas del flamenco, La Zaranda pertenecía a una cultura en la que Jerez no se ha reconocido. Yo estuve en Jerez en un momento determinado, hablando con su eterno alcalde y el concejal de cultura para ver s conseguíamos que la ciudad diera a La Zaranda el apoyo y el reconocimiento que merecía. No lo conseguimos, a juzgar por la vida trashumante ulterior de La Zaranda y por la ausencia de cualquier referencia explícita a Jerez en sus títulos de crédito.

Fue con Los tinglados de María Castaña (1983) cuando, según los críticos, comenzaron su verdadero camino. Un verso de Machado en la raíz, “Todo pasa y todo queda” que, bien mirado, ha seguido presente a través de un teatro que ha pugnado por expresar esa angustiosa dualidad entre el presente y la memoria, entre la finitud que se vive y su empeño en quedar, para bien o para mal, en el recuerdo. Como si fuéramos a un tiempo la memoria, el presente y los sueños o proyectos de futuro, en cierto modo, desgarrados por esos tres vértices de nuestra existencia. Y en esa primera conciencia de lo que realmente eran –¿acaso como dijo Don Quijote, uno no es ya lo que quiere ser?– dos elementos incorporados al lenguaje y luego permanentes. Porque La Zaranda no ha nacido de una copia, como tantos grupos celebrados en su día, sino de un silencio, de una perplejidad, de una búsqueda que ha pugnado por construir su lenguaje, por ser, simplemente, La Zaranda. Estos dos elementos son, de una parte, su relación con el flamenco, no a la manera de esas incorporaciones artificiosas que tantas veces se han dado en espectáculos sin la menor conciencia flamenca –que es resultado de un modo de vivir y de responder al trato del entorno–, sino como sujetos de esa cultura, que se traduce en una percepción singular del tiempo, en un dolor oscuro sin el cual sería imposible entender  el arte de los grandes cantaores y cuanto los distingue de loa meros cantantes de flamenco. A lo que habría que agregar todavía ese sentimiento sacro, que no exactamente religioso, que existe en muchas manifestaciones andaluzas, y del que es también un exponente el estilo, bien distinto, de La Cuadra de Sevilla.

El otro elemento, inseparable de su mirada sobre el mundo y, por tanto, igualmente ajeno a cualquier mimesis estética, es el esperpento. El término, que inicialmente tenía otro significado, ha adquirido desde Valle Inclán un contenido concreto que, sin embargo, no es exactamente el que procede aplicar a La Zaranda. Sabemos de muchos textos del un día llamado Nuevo Teatro Español que se aplicaron a la imitación del estilo de Valle, quizá imaginando –al revés de lo que debiera suceder– que por la letra encontrarían el espíritu. No es el caso de La Zaranda, que ha elaborado su propio sentido de lo esperpéntico, desprovisto de la referencia histórica que se da en Valle, de ese poner en solfa un episodio o un comportamiento reconocible a través de su anacronismo, o de su puerilidad grandilocuente para, en su lugar, construir una imagen del mundo vinculada a la existencia personal antes que a los pasos concretos de la historia. El esperpento, en fin, según La Zaranda, estaría en la relación entre los humanos y una hipotética realidad ambigua, inabarcable, donde la razón se empeña inútilmente en construir una lógica devorada por el paso del tiempo y por la muerte. Los personajes fabulan su realidad, se crean a sí mismos y crean un entorno que se derrumba a cada paso y muestra su inconsistencia. Si la memoria es incierta, el futuro es fantasmal. Y el presente –justamente el tiempo que abarca la representación– es la agonía que no logra nunca la certidumbre.

Con Vinagre de Jerez (1989) se cerraba esta primera atapa de La Zaranda, que había dado el máximo esplendor con la autoría y la dirección de Juan Sánchez, responsable de los últimos espectáculos. Un trabajo que había conjugado el viaje hacia el interior del grupo con referencias andaluzas y una soterrada presencia de ciertas pautas flamencas.

Cuando se estrena Perdonen la tristeza (1992) son otros los tiempos que corren en España. Han sido muchos los grupos –en España y en América– súbitamente agotados por el cambio de la historia. La Zaranda continúa su camino. Ha sumado a su bagaje influencias que vienen del teatro pobre de Grotowsky y del teatro del absurdo. Quizá la historia sigue siendo protagonista, pero se la ve menos, o solo está a través de los personajes que han salido de sus entrañas. El autor será, en lo sucesivo, Eusebio Calonge…

El trabajo se vuelve más y más interior… en un proceso de búsqueda. En Homenaje a los malditos (2005) la espiral se rompe.  Los personajes no solo miran hacia dentro, sino que miran hacia fuera y nos transmiten la visión de un mundo plagado de celebraciones del olvido, de chácharas que no resisten la mirada de la conciencia. Estamos ante el esperpento de una sociedad. En los comportamientos de cada personaje descubrimos modelos universales de esa comedia patética que reduce el conocimiento y el esfuerzo intelectual a simples “atracciones”. Lo que importa es el “acto”, la “función”, el “gesto” porque nadie escucha las palabras, a nadie le importa el dolor de los humanos que las vivieron. Vivir en La Zaranda es tan duro y tan profundamente rico como siempre, pero esta vez podemos vernos desde fuera, reírnos un poco de nuestra mal disimulada menesterosidad, distinguir entre nuestra dignidad personal y la indignidad de la ceremonia social.

 

[1]Fragmentos de un artículo más extenso de J.M publicado en el nº 311 de Primer Acto a raíz de a publicación de Homenaje a los malditos, de Eusebio Calonge, y de la amplia monografía dedicada a La Zaranda en ese mismo número.

[2] Monleón tituló su artículo “¿Qué seríamos sin los malditos? Con el permiso que sé él me hubiera dado, juego a un cambio de titular (A.M).

[3] De hecho, el grupo cambió su sobrenombre, que pasó a ser Teatro Inestable de Ninguna Parte.