Revista Primer Acto, Teatro

Un recorrido por la interpretación «naturalista» en España: desde el Siglo de Oro hasta William Layton y epígonos en el siglo XX (a modo de manual)

por Javier Carazo Aguilera

En 2023 se cumplen 60 años del estreno de Historia del zoo, de Edward Albee, en el Teatro Valle-Inclán de Madrid. Bajo el paraguas del teatro de cámara, la obra fue representada el 2 de diciembre de 1963 por el grupo Teatro de los Jóvenes, adscrito al TEM (Teatro Estudio de Madrid), en un programa doble junto con La caja de arena, otro texto corto del dramaturgo estadounidense. El profesor y actor William Layton se encargó de dirigir las dos piezas y, con la puesta en escena de ambas, se materializó la irrupción de unas nuevas formas escénicas en el panorama teatral español. En concreto, una interpretación naturalista basada en la técnica stanislavskiana que solo se había atisbado aquí en el ya lejano año 1932, cuando el Teatro de Arte de Moscú (Sección de Praga), con Pavloff a la cabeza, representó, de gira por Madrid y Barcelona, textos de autores rusos como Chejov, Dostoyevski, Bulgakov, Ostrovski, Tolstoi, Gogol o Gorki, entre otros (Carazo Aguilera, 2017).

El debut de Layton como director escénico en España implicó la visibilización en nuestros escenarios de una nueva forma en la interpretación de los actores, la del Método, aprendida en sus clases. Esta metodología había sido introducida en nuestro país por el propio investigador estadounidense, una vez que se instaló en 1958. Este programa doble, pero sobre todo Historias del zoo –con sus dos únicos personajes (Peter y Jerry), una unidad de tiempo y espacio, y un único elemento escénico (un banco)– sirvió como palanca para mostrar escénicamente la técnica laytoniana, centrada en la búsqueda del subtexto y emanada del Método estadounidense. Una enseñanza aplicada a los actores, pero también al análisis de texto y al concepto de la puesta en escena, consistente en que el montaje surge desde dentro de la interpretación.

Los intérpretes Juan Margallo, Carlos Foretic, María Jesús Hoyos, María Elena Flores, Carlos Alberto García, Juan Romera y Carlos Estévez, todos alumnos de Layton, fueron los encargados de mostrar estas nuevas formas con un autor que se presentaba también, por primera vez, en los escenarios patrios. Así, una técnica como la stanislavskiana llegaba por fin a las tablas de nuestro país con actores españoles y lo hacía para quedarse, muchos años después de que el teórico ruso Konstantin Stanislavski (1863-1938) desarrollase sus investigaciones.

Precisamente, en el campo de la enseñanza enfocada a los actores, a día de hoy, en la mayoría de los países occidentales los alumnos de arte dramático reciben, por lo menos en los primeros cursos, una formación interpretativa basada en los principios de Stanislavski, centrados en la búsqueda de la organicidad y la verdad. Estos estudiantes, luego ya en el terreno profesional, se encargan de trasladar esta técnica a la elaboración de sus personajes en el teatro, el cine o la televisión. También en España.

Layton fundó en 1960 el TEM junto con Miguel Narros y la también norteamericana Elisabeth H. Buckley. De esta forma, se configuró la primera academia de teatro española –privada, en este caso– que fundamentó sus principios metodológicos para actores en el Sistema de Stanislavski. Pero visto y transformado este por la óptica del Método, desarrollado en el Group Theatre en los años treinta del siglo pasado en Estados Unidos y trabajado luego en escuelas famosas como el Actor’s Studio (Carazo Aguilera, 2017). En el TEM, Layton pudo impartir en profundidad dichas enseñanzas,  aprendidas en su país de la mano de Sandford Meisner, uno de los integrantes del Group Theatre junto con Lee Strasberg, Stella Adler, Harold Clurmann o Elia Kazan, entre otros (Meisner y Longwell, 2002). Tras su disolución, los integrantes del Group Theatre desarrollaron su propio “método” de interpretación, con significativas diferencias y particularidades entre unos y otros (Strasberg, Adler y Meisner, principalmente), pero bajo el denominador común de la búsqueda de la organicidad y la verdad del actor en el escenario.

Es preciso recalcar el hecho de que conceptos como organicidad, verdad, estado de ánimo, memoria sensorial, circunstancias dadas, objetivo, subtexto, etcétera, aplicados al mundo de la interpretación actoral –que enseñaba tanto Layton en España como Lee Strasberg (Hethmon, 1986) en Estados Unidos– tienen su origen en Stanislavski (1977, 1986, 1997). A principios del siglo XX, este modelo de interpretación del pedagogo ruso se irradió a otros países a través de sus alumnos (Richard Boleslavsky, María Ouspenskaya, Michael Chejov, Pietro Scharoff, P. Pavloff…), alcanzando la fama, precisamente, en Estados Unidos; gracias, sobre todo, a una escuela como el Actor’s Studio y su concreción en el denominado y famoso Método (Hirsch, 1984; Frome, 2001; Levin y Levin, 2002).

La imitación de los modelos de la naturaleza en la interpretación y su sujeción a la verosimilitud y a la realidad necesita de un aprendizaje y estudio. Es decir, de escuelas o academias. Por lo tanto, el refinamiento en los modos interpretativos requiere de la creación de centros donde se ayude a alcanzar esta meta. La labor autodidacta, por sí misma, no sirve para estos objetivos. Pero las primeras voces que requerían una interpretación más natural y contenida no surgieron de forma insistente hasta mediados del siglo XVIII. Antes no era así, los gestos exagerados y deformados de los actores eran lo habitual, y el aprendizaje por propia experiencia era el denominador común.

En el caso español, el primer texto que nos ha llegado en el que se habla del actor y su oficio de representar personajes data de 1596. Escrito por Alonso López Pinciano, Philosophia antigua poética incluye una carta a los actores y representantes. En este documento, el autor habla de la voz, de la necesidad de guardar un decoro interpretativo y de la importante preparación intelectual y física que debe poseer un intérprete, el cual, como técnica interpretativa fundamental, debe seguir el principio de la imitación de la naturaleza, como pedía ya Aristóteles en su Poética en el lejano siglo IV antes de Cristo. Pero, como recuerda Sáez Raposo (2020: 80), no hay que confundirse, ya que en el Siglo de Oro español no existe ningún manual de interpretación como tal. El documento de López Pinciano es lo más parecido a ello.

La labor del actor español en los tablados de la época barroca no era fácil a la hora de buscar una interpretación sentida y verdadera. Tenía que representar en unos corrales donde había mucho bullicio provocado por los espectadores, lo que le obligaba a forzar su interpretación para que se comprendiera el argumento. El público, por su parte, no podía ver ni oír adecuadamente a los cómicos. Aunque esta situación era la norma, sí que hay casos excepcionales de intérpretes en el teatro barroco español que activaron una encarnación de los personajes menos estereotipada y más cercana a transmitir la verdad en el escenario, como luego pediría Stanislavski.

Sáez Raposo (2020: 29-30) recoge el testimonio de un autor anónimo que en un libelo de 1683 exponía cómo un famoso cómico, interpretando en Salamanca un papel de alguien que agonizaba, lo hizo con tanta propiedad que murió en el tablado. O el caso de la actriz María Riquelme que, metida en su papel, era capaz de cambiar el color de su rostro cuando la ocasión lo requería. Y dos gigantes de la literatura, como Cervantes y Shakespeare, dejaron escrito muy claramente lo que entendían por buena interpretación, que, salvando las distancias, parecen muy próximas a lo que más tarde señalaría Stanislavski con otros términos.

Cervantes, en su comedia Pedro de Urdemalas, plantea “el mejor y más preciso método de interpretación actoral de todo el Siglo de Oro”, en palabras de Sáez Raposo (2020: 27-29), consistente en que el intérprete debía comportarse sin que se notara que estaba actuando; en suma, lo más natural posible, que pareciera que quien hablase no fuera el actor, que le ha cedido cuerpo y voz, sino el personaje. Por tanto, renunciando a la exageración y a la artificiosidad; o que el actor recite de tal modo que se vuelva en la figura que “hace de todo en todo”. De ahí, a las teorías stanislavskianas hay un paso estrecho, remarca Sáez Raposo. Y, por su parte, Shakespeare, en la famosa Escena II del Acto III de Hamlet, expone cómo el actor debe abordar la interpretación de sus personajes para que su trabajo resulte verosímil y eficaz. Así, pide alarde de templanza, de mesura y discreción en los cómicos, además de naturalidad en la lengua.

No fue hasta mediados del siglo XVIII cuando se produce una suma significativa de voces que piden una interpretación más natural y contenida por parte de los actores. Esto ocurrió inicialmente en Francia, y así llegaron los primeros tratados y manuales. Son los casos del de Pierre Rémond de Sainte-Albine, Le comédien, donde ya se consagran los principios de la actuación naturalista y académica del siglo XVIII, o el firmado por François Riccoboni, L’art du théâtre.

Punto y aparte significó Denis Diderot, el padre del movimiento enciclopedista, que en su ensayo dialogado Paradoja del comediante, publicado póstumamente, pide la vuelta al arte del cómico visto como fruto del trabajo, de la observación de uno mismo y de las formas de expresar los sentimientos en la vida cotidiana, pretendiendo, en palabras de Mauro Armiño (Diderot, 2003), crear una “verdad”, una “ilusión” que sólo puede lograrse mediante el dominio de los recursos interpretativos con que el actor puede convertir lo simplemente natural en naturalidad artística. En un contexto teatral caracterizado por una exhibición desaforada de las pasiones en la escena, Diderot fundamentaba el arte de la interpretación en la capacidad de análisis y reflexión del actor, más que en una supuesta sensibilidad, la cual desdeñaba porque generaba desequilibrios en el intérprete y no aportaba las mismas garantías que la técnica (Saura, 2006).

En España, en las décadas finales del siglo XVIII aparecen también voces pidiendo una interpretación más natural y contenida, fundamentalmente desde los periódicos. El periodista Francisco Mariano Nipho, al hacer un comentario sobre la actriz María Ladvenant, pide la adecuación de la interpretación a los papeles que se representan, obviando la repetición de un modelo gesticulante y exagerado, que era el más aplaudido por el público (Álvarez Barrientos, 1996). También en esta vía reformadora se sitúa el escritor Antonio Rezano Imperial, quien plantea modelos, normas y consejos para una interpretación diferente, de carácter natural.

Enrique Funes (1894), estudioso de la historia de la declamación en España, apunta, a finales del siglo XIX, que los actores que desarrollaron su carrera a mediados de la centuria anterior nunca lucharon por escuela alguna de declamación, entre otras cosas porque no las había. De esta forma, siguieron abandonando su ingenio a la corriente de las exigencias del público. Funes señala que predominaban en España las individualidades y no las escuelas, una característica que duró hasta mediados del siglo XIX. Los reformistas del teatro dieciochesco reclamaban que los actores aprendieran nuevas disciplinas como geografía, historia, lengua, dicción, declamación, esgrima, canto y baile, amén de otras cualidades que les facilitasen la comprensión de los personajes. Para Manuel García Villanueva Parra, un actor de esa época debía poseer como principales cualidades: ingenio, entendimiento, memoria, capacidad de comprensión, capacidad de entender su papel, correcta entonación, dominio del gesto, del movimiento, de la acción y buena pronunciación (Cañas, 1992).

Juan Francisco Plano, a finales precisamente del siglo XVIII, hizo una radiografía de las carencias del actor español (J. F. P., 1798: 83-85). Así, alertaba sobre la necesidad de encontrar actores hábiles, pues había hallado compañía de ciudad “grande” donde ni la dama ni el galán sabían leer, y afirmaba que en los españoles había una buena chispa de genio cómico, la cual no se había fomentado. No dudaba en criticar el hecho de que los actores no conocían principios ni reglas de su arte. Y es que existía una relación entre público y actores más allá de las intenciones artísticas, consistente, según Álvarez Barrientos (1997: 293), en que la forma de interpretar, conocida por el público, debía mantenerse fiel a sí misma, sin ofrecer cambios que pudieran perturbar esa comunicación heredada de generación en generación.

Los cómicos hacían gala, igualmente, de una gran falta de disciplina, por lo que era habitual que no acudieran a los ensayos. El repertorio de las compañías era heredado de padres a hijos y aprendían directamente sobre las tablas de un escenario o viendo a sus compañeros. El actor interpretaba los versos con cadencia, marcando lo que llamaban tonillo, con una galería de gestos muy acentuada. No se respetaba la intención interna del texto y era frecuente que un monólogo apasionado, o atormentado, se interpretase con el actor solo en escena, a grandes voces, con mucho manoteo, en el borde del escenario frente al público, y si gustaba, se repetía otra vez (Álvarez Barrientos, 1990).

En esta situación, los cómicos estaban mal reputados socialmente y no será hasta la época romántica cuando recuperen algo del respeto perdido, expone el profesor Palacios (1988: 305). El nacimiento de nuevos géneros dramáticos en el siglo XIX, como la comedia sentimental, produjo un tratamiento de choque en el actor. No valían ya los modos tradicionales de interpretación: gesticulación excesiva, texto muy gritado, ruptura de la ilusión teatral mirando al público… (Doménech Rico, 2011). Los actores tenían ante sí el reto de acomodarse a la representación de unos nuevos modelos y conductas.

Por esta razón, se empiezan a publicar en Europa manuales que fijan la forma de mostrar ante la platea sentimientos, pasiones, sufrimientos o conductas basadas en la observación de las pasiones humanas. La mayoría de estos textos se escribían pensando en la tragedia, aunque algunos de estos tratados también se ocupaban de la comedia. En ellos se hacía una casuística sobre cómo expresar sensaciones y pasiones, tanto trágicas como cómicas. Se buscaba la declamación interior, es decir, que el actor hiciera suyo al personaje, interpretándolo como si la situación la estuviera viviendo el propio actuante.

El tratado más influyente en Europa fue la Dramaturgia de Hamburgo, de G. E. Lessing, publicado en 1767. Aquí ya no se trataba de imitar un modelo ideal de la naturaleza, sino de expresar, por medio del lenguaje corporal, lo que se percibe a través de los sentidos y, para esa función, el arte del actor se revelaba como el más completo para imitar la naturaleza humana, conjugando la belleza con la emoción. Lessing se oponía al clasicismo francés, caracterizado por sus amaneradas formas de interpretación, adoptando un modelo que deduce de la obra de Shakespeare, en la que descubre una pintura fiel de la naturaleza humana (Saura, 2006). En cuanto a España, aunque suponían una minoría, Álvarez Barrientos (1996) se encarga de explicarnos que existían actores que no eran partidarios de la interpretación tradicional, ni del modo francés. Así, señala que había intérpretes dispuestos a arriesgarse a tantear un nuevo modo, más realista y actual, que se acoplara al momento que se vivía.

Es en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando distintos reformadores toman la iniciativa en nuestro país para proponer proyectos de reforma teatral. Sobresalen los planes de Nipho en 1769; de Leandro Fernández de Moratín en 1792; de Santos Díez González en 1789 y 1797; de Mariano Luis de Urquijo en 1791 o el de Gaspar Melchor de Jovellanos en 1790. En ellos se proponen la construcción de escuelas, la posibilidad de que el actor salga al extranjero a formarse e, incluso, premios y distinciones honoríficas a actores que despunten en el correcto ejercicio de su oficio. Y es que ya no vale la intuición y el aprendizaje autodidacta. Los nuevos tiempos requieren una mayor preparación para hacer frente a los retos que plantean los dramaturgos en sus textos, con géneros dramáticos novedosos, nuevos espacios o, más adelante, las innovaciones en la iluminación, que exigen una interpretación más sutil y naturalista. Tanto los planes de Moratín como los de Díez González, por ejemplo, aludían a la necesidad de crear una escuela (Palacios, 1988), en consonancia con la reforma neoclásica que bebe del pensamiento ilustrado. En esta línea, cabe destacar la influencia que tuvo el trabajo de Zeglirscosac, quien en 1800 publicó un estudio minucioso del gesto y de la actitud corporal en las diferentes situaciones de las pasiones (Doménech Rico, 2011).

Pero en medio de este contexto confuso, donde luchan las fuerzas renovadoras y tradicionales, surgió en España un gigante de la escena llamado Isidoro Máiquez que se elevará sobre todos sus coetáneos, introduciendo una forma de decir y de interpretar distinta. Una estela que, lamentablemente, no dejó su impronta de una manera generalizada en el teatro español, aunque sí fue lo suficientemente refulgente como para transmitir su huella al actor Carlos Latorre, considerado su heredero, y al alumno de este último, Julián Romea, que apostó por una cierta naturalidad en la declamación, sobre todo en el género de la alta comedia (Saura, 2006).

Unido al género trágico y a personajes como Bruto, Pelayo o el Cid, Máiquez buscó la naturalidad en la escena observada en su maestro, el actor francés Talma, cuyos escritos llegaron a España a finales del siglo XIX. El estudio constante y la toma de la naturaleza como modelo fueron los pilares de su trabajo, sustentado en una corporalidad y gestualidad nuevas, con un control sobre las facultades físicas y mentales. La emotividad y la sensibilidad fueron las armas utilizadas a lo largo de una trayectoria profesional caracterizada por una naturalidad propia en el escenario, así como una indumentaria y decoración siempre acorde a la obra representada. Pero no dejó escuela, salvo casos individuales ya señalados. Según Álvarez Barrientos (1988: 463-464), el grupo de actores que había trabajado con él no fue capaz de continuar sus enseñanzas.

Llegados aquí, es preciso resaltar las muy aclaratorias palabras de Funes, el cual comparaba a Máiquez con otras dos grandes celebridades de la escena europea y que también tuvieron una gran importancia en la historia del arte dramático: el actor inglés David Garrick y el alemán August Wilhelm Iffland.

Entre la declamación semifúnebre de la tragedia, el estilo de la expresión extravagante que simbolizó en la comedia antigua el actor erudito Hugalde y Parra, y el modelo palpitante de la naturaleza, mediaba un abismo. ¿Quién echará un puente? Ninguno sino el genio. Y el genio que en Inglaterra se llamó Garrick, en Alemania Iffland (dentro de su esfera) y en Francia Talma, fue entre nosotros Máiquez. (Funes, 1894: 487)

La primera escuela de teatro europea fue abierta en Moscú en 1672 por el pastor luterano alemán Johann Gottfried Gregori. ¿Y en España? Las primeras academias, no oficiales, se establecieron en Sevilla y Madrid. Ninguna de las dos tuvo larga vida, pero ambas ofrecieron modelos interpretativos nuevos, en concordancia con los principios clasicistas, y dirigidas principalmente a la interpretación de tragedias. El modelo de estas escuelas era francés y, teniendo en cuenta que el público español no era demasiado proclive a la tragedia, se entiende el poco eco que tuvieron tanto las propias escuelas como su forma de hacer entre los actores y el público.

Junto a estas dos escuelas, a finales de siglo surgió un proyecto de Casa-Estudio dotado, incluso, con un plan económico, pero que no se llegó a poner en práctica (Álvarez Barrientos, 1987). En conjunto, puede decirse que las escuelas, los proyectos no realizados y los múltiples tratados, más allá de su escasa trayectoria, intentaron levantar el estado de la representación. La situación cambió cuando, por fin, se creó el Conservatorio de Música y Declamación de María Cristina (la actual RESAD) en junio de 1830 (Soria Tomás, 2010).

Por tanto, hasta no bien entrado el siglo XIX no se concretó el proyecto de fundar esta escuela de declamación de carácter oficial. La Escuela de Música y Arte Declamatorio comenzó sus actividades el 2 de abril del año siguiente, bajo la dirección general del cantante italiano Francisco Piermanini (Caldera y Calderone, 1988: 575). Las clases de declamación estuvieron a cargo de Joaquín Caprara, adalid de la manera neoclásica de declamar y próximo a la edad de retiro, por lo que pronto fue sustituido por Carlos Latorre, discípulo de Márquez como ya se ha dicho (RESAD, 2006). Esta iniciativa oficial ayudó a reconsiderar la figura del actor, a rescatarlo de la marginalidad social en la que vivía.

Esta escuela oficial, de carácter estable, fue el origen de la confección, también, de uno de los primeros tratados teóricos sobre declamación del siglo XIX: Teoría del Arte Dramático, de Andrés Prieto, en 1835. Prieto era maestro honorario de declamación de esta institución y su manual se convirtió en una especie de anticipo de lo que setenta años después Stanislavski plasmará en los escenarios. Dos años antes, en 1832, Bastús y Carrera publicó su tratado de declamación con la mirada puesta en ayudar a los actores pero también a los profesores, encargados de trasmitir los conocimientos. Este manual sería utilizado como base para las clases en el Conservatorio recién creado. Por su parte, Latorre también llevó a imprenta su propio tratado en 1839.

A pesar de estos manuales iniciáticos, la enseñanza de la declamación fue pasando en nuestro país, a lo largo de los años, por la moda interpretativa correspondiente a la escuela que cada profesor-actor llevase al aula. Así, desde el inicio de la actividad en el Conservatorio y hasta los primeros años del siglo XX, se insistió en la escuela romántica de Máiquez que, con matices o sobreactuaciones, fue pasando de Romea –que también publicó su propia guía para los alumnos del Conservatorio– a Arjona y, luego, a Matilde Díaz, Teodora Lamadrid, Nieves Suárez o Matilde Moreno. Andrés Peláez (2003) manifiesta que esta escuela se fue decantando, poco a poco y hasta la primera década de 1900, por formas mucho más naturalistas en la interpretación que impusieron los actores Antonio Vico, María A. Tubau, María Guerrero o Fernando Díaz de Mendoza. En cuanto a este estilo de interpretación, César Oliva (2003) recuerda que era tradicional en España y que todavía llegó a pervivir hasta los años cincuenta del pasado siglo, pero alerta de que este estilo era llamado equívocamente naturalista, aunque sin ninguna conexión con las figuras y las teorías de André Antoine o Stanislavski.

Para Peláez (2003), la enseñanza teatral desde los inicios del siglo XX se debatía en varios ámbitos. El primero de ellos en la necesidad de una reforma de la interpretación que no estaba acorde con los cambios estéticos que se venían dando. Como muestra de ello, en el primer tercio del nuevo siglo las secciones de Declamación del Real Conservatorio de Música de Madrid y la del Conservatorio de Isabel II del Liceo de Barcelona se encontraban cuestionadas (Granda, 2001). Por esta razón, en la Ciudad Condal el dramaturgo Adrià Gual configuró su propia escuela denominada Escuela Catalana de Arte Dramático, siguiendo los dictados de Strindberg, Antoine, Stanislavski, D’Annunzio, etcétera. Mientras, en Madrid, en contestación a la academia oficial, surgieron las experiencias y propuestas de Cipriano de Rivas Cherif y Margarita Xirgu –cortadas sin posibilidad de apelación con la llegada de la Guerra Civil–, además de proyectos de teatro de arte como el de Gregorio Martínez Sierra, director, dramaturgo y traductor.

En el caso de Martínez Sierra (1926), este desarrolló desde 1917 hasta 1925 una importante labor como director al frente del Teatro Eslava de Madrid, donde dio muestras de su nueva visión del arte escénico, producto de sus conocimientos sobre las tendencias que caracterizaban al teatro moderno europeo del momento. Por su parte, Rivas Cherif y Margarita Xirgu pusieron en marcha en 1933 el Estudio Dramático del Teatro Español, escuela de teatro para jóvenes que luego se transformó en el Teatro Escuela de Arte (TEA). Esta escuela funcionó entre 1933 y 1935 en el Teatro María Guerrero, pero el estallido de la guerra en 1936 separó a director y actriz para siempre. Xirgu se exilió en Iberoamérica y Rivas Cherif fue encarcelado por el régimen franquista.

A lo largo de su carrera, Rivas Cherif (1991) mostró una obsesión permanente por la enseñanza de las artes escénicas, sus ideas renovadoras pasaron necesariamente por la creación de escuelas-talleres en los que se integraran no sólo a los actores, sino también a los técnicos, directores, escenógrafos y figurinistas. La finalidad última buscaba que en el resultado de la puesta en escena imperase un criterio único y una orquestación clara y ajustada del trabajo de todos estos creadores. Pero el alejamiento de España respecto de los avances técnicos del resto de Europa impidió innovaciones de este carácter en los escenarios de nuestro país.

Los renovadores españoles de la primera mitad de siglo, especialmente Rivas Cherif (Aguilera Sastre y Aznar Soler, 1999), habían intentado, por tanto, pequeñas transformaciones en el terreno de la interpretación, pero su hipotético desarrollo se frustró por la guerra, el exilio y el nuevo marco cultural instaurado por los vencedores que impedía la menor tentativa innovadora, según nos recuerda Joya (2001). En líneas generales, se puede decir que los escasos intentos de renovación del teatro patrio se habían circunscrito fundamentalmente a una revisión del recitado posromántico, planteando la necesidad de hallar una declamación más natural, contemporánea y verosímil; sin entrar en otra suerte de consideraciones que no fueran las referidas a la entonación, al énfasis o a la prosodia del recitante (Caballero, De la Hera y Romero, 2001).

Pero a pesar de la existencia de las escuelas oficiales, tras la Guerra Civil el acceso fundamental a los escenarios seguía realizándose por vía del meritoriaje (Oliva, 2003). Los estudios eran seguidos por los aspirantes en escasa proporción y las nuevas técnicas que circulaban por Europa no terminaban de llegar a los conservatorios. Era evidente esta falta de formación del actor español en los años siguientes a la contienda, lo cual no sólo traía el problema de que el intérprete dispusiera de más o menos conocimientos históricos o artísticos, sino que su ausencia de estudios confirmaba que el análisis del personaje dramático durante muchos años no se había realizado con propiedad en los ensayos (Baltés, 2014). Por esto, la profesión sufrió de un notable inmovilismo.

Como resultado de ello, en los años cuarenta del pasado siglo la influencia de las escuelas decimonónicas se mantenía firme, con representantes como Enric Borrás, Enrique Guitart o Ricardo Calvo. Este último, actor, pedagogo y empresario, se esforzó, aunque luego su labor haya caído en el olvido –como tantas veces en España–, en dejar claro, a través de sus espectáculos, que el teatro clásico en verso no se podía abordar sin entrenamiento ni especialización (Vasco, 2017). Pero fue en los cincuenta cuando se inició, realmente, un cambio en la interpretación española, consistente en que los actores que llegaron a los escenarios desde los teatros universitarios (Adolfo Marsillach, José María Rodero, Francisco Rabal, José Bódalo, José María Prada, María Jesús Valdés…), empezaron a apartarse de las viejas técnicas de declamación. En esto, el cine estadounidense fue clave.

Como apunte, vale la pena resaltar que no es hasta mediados del siglo XX cuando dejó de hablarse en teatro de declamación –la cátedra de los conservatorios se denominaba así–, para acoger el concepto de interpretación a la hora de referirse al arte de los actores. Así, en 1952 se segregó la sección de Declamación del Conservatorio Nacional de Música y Declamación de Madrid, para denominarse Escuela Superior de Arte Dramático, la actual RESAD, lo que trajo consigo un cambio en el sistema interpretativo. Para Oliva (2003: 2621), de alguna forma, en el teatro español de esa época se declamaba más que se interpretaba, “con todo lo que eso significa”.

Es entonces cuando surge lo que Oliva (2003: 2622) denomina “un aspecto interesante para la interpretación española”: la tardía aparición de las escuelas europeas, sobre todo la de Stanislavski y la fórmula del extrañamiento de Brecht. Para este investigador es tan tardía que hubo que esperar a los años sesenta para que se pudiera hablar con propiedad de escuelas en las que poder experimentar, con efectividad, de aspectos tan conocidos fuera de nuestras fronteras como la introspección o la memoria sensitiva. Es decir, lo que Oliva define como el encuentro del personaje dentro de la misma personalidad y vivencias del actor. Y es William Layton el artífice de romper, desde el estallido de la Guerra Civil, este inmovilismo y la desconexión frente a la ola modernizadora de las vanguardias europeas en el mundo de la interpretación dentro del teatro español, por lo menos en todo lo referente a la corriente stanislavskiana.

En esta línea, es preciso recordar que ya desde los años veinte del pasado siglo las “embajadas” de Stanislavski se habían esparcido por el mundo. Pero no en España. Por ejemplo, alumnos del director y profesor ruso como Richard Boleslavsky y María Ouspenskaya, desembarcaron en Estados Unidos, fundando en 1924 el American Laboratory Theatre, donde estudiaría Lee Strasberg. O Pietro Scharoff que llegó a Italia a finales de los años cuarenta. Sin olvidar a Michael Chejov, sobrino del dramaturgo, que en su peregrinaje europeo, antes de irse a Estados Unidos, pasó por Alemania, Francia, Estonia y Lituania.

Al mismo tiempo que Layton fundaba en 1960 en Madrid el TEM, junto a Narros y Buckley, en lo que fue la primera escuela española concebida en su integridad con principios de Stanislavski, pero modificada bajo la óptica estadounidense del Método, en Barcelona desembarcaba la línea brechtiana. Ricard Salvat, que se había formado en Alemania, creó junto a Maria Aurélia Capmany la Escuela de Arte Dramático de Adrià Gual (EADAG), con la que se proyectaron desde Cataluña las primeras fórmulas que hablaban de “distanciación”, un concepto poco y mal entendido en el resto del país (Carazo Aguilera, 2017). De esta forma, el mismo año, y tras décadas de retraso, llegan a España –y para quedarse– dos de las corrientes fundamentales que han influido en el desarrollo y avance del arte teatral occidental en la primera mitad del siglo XX. Madrid y Barcelona optaron cada una por una única corriente casi de manera excluyente. Por ejemplo, la senda representada por Layton no llegó a extenderse en Barcelona como sí ha ocurrido en cambio en Madrid, a pesar de que el profesor estadounidense impartiese clases en el Institut del Teatre de Barcelona.[1]

Layton llegó a España, procedente de su Estados Unidos natal, por primera vez en 1955, acompañando a Agustín Penón (Gibson, 1990; Osorio, 2009) en sus investigaciones sobre los últimos días de Federico García Lorca y su posterior fusilamiento. Y es entonces cuando descubre que el campo de la formación del actor en este tipo de interpretación orgánica está aún por explorar, faltando ese ataque práctico del Sistema de Stanislavski. Layton se instala definitivamente en España en 1958 y en esa fecha los actores españoles aún seguían sin tener un criterio técnico determinado de acceso al personaje y sin la formación básica para que ese acceso fuera un acto consciente que insertara al personaje en su dimensión psicológica y en su proyección real dentro de la sociedad española del momento (Joya, 2001). El desconocimiento de Stanislavski en España era total.

El actor tradicional era el único que existía hasta los años sesenta. Por eso, ante la ausencia de preparación sistemática del actor, Joya resalta que fueron los directores de escena quienes se convirtieron, con más o menos acierto, en los primeros valedores de la formación actoral en España. Bien es cierto que el actor tradicional, en su mayor parte, ya se había alejado de los talantes declamatorios de las viejas escuelas y había adquirido un modelo de actuación basado en la naturaleza, también por el prestigio social que el cine había fortalecido.

De hecho, Cornago (2000) habla de que el modelo interpretativo que imperaba en España a comienzos de los sesenta era un realismo psicologista, remedo de aquel que había sido exportado a través de la pantalla por las escuelas estadounidenses, como ya se ha apuntado, y en el que la imitación de la realidad inmediata y externa era el fin principal. En este sentido, es decir, en la influencia del cine estadounidense en los modos de interpretar del actor español, una autoridad como Fernando Fernán Gómez (1960: 5-6) publicó un interesante artículo en Primer Acto. El director, dramaturgo y autor denunciaba que el público estaba deformado por el actor americano, “más sobrio porque quizá el americano medio lo sea” y que, en su opinión, actuaba en una constante afectación, la cual el público español –“aconsejado por la hábil propaganda”, señala– identificaba con la naturalidad.

Fernán Gómez hablaba, a continuación, de la confusión que albergaba al intérprete de nuestro país. Así, incidía en que muchos de los actores españoles, desorientados entre lo que saben que son los sujetos reales que les rodean, lo que han oído elogiar al público como natural y el residuo de cuando ellos mismos eran público, no conseguían sino una interpretación híbrida que se alejaba mucho de cualquier modelo humano. A su juicio, el cine americano, al atender más a la presencia física que a la interpretación y al hacer que un actor interpretase siempre el mismo papel para ahorrarse dar explicaciones al espectador, cometía “un gran atentado” contra la auténtica vocación del comediante. Fernán Gómez volvía a tachar a esta interpretación de los actores españoles como “híbrida”, con acusada tendencia a la frialdad más que a la sobriedad, la cual estaba originada en parte por la imitación inevitable de los modelos americanos, pero también por la monotonía derivada del teatro benaventino.

En este punto, Cornago (2000) explica que, según el sistema de improvisación estadounidense más extendido, la creatividad del actor se reducía a la imitación de la realidad, concebida ésta como una imagen exterior más aparente. La interpretación se convertía en un proceso de apropiación por parte del actor de los rasgos típicos y superficiales más representativos de un determinado tipo de realidad, de modo que fuese fácilmente reconocible por el público. De esta forma, el proceso de representación del personaje tenía una dirección desde fuera hacia dentro, desde la realidad exterior del personaje hasta el actor que debía imitarle.

Aunque las teorías de Stanislavski, o los modelos interpretativos de la industria norteamericana, no llegaran de primera mano a nuestro país –hasta Layton, añadimos–, esto no impedía el desarrollo de lenguajes paralelos, resultado de la evolución común de la sociedad occidental más que de la influencia directa de uno u otro director (Cornago, 2000). Pero la realidad fue que, hasta los años setenta del siglo XX, el actor profesional español o se incorporó al teatro sin preparación específica –el caso de la mayoría–, o lo hizo por su pertenencia a familias vinculadas a la escena o bien por azares profesionales (Joya, 2001). Los menos accedieron a la convencional formación de los conservatorios como Berta Riaza o Aurora Bautista.

El caso es que, sobre los intérpretes españoles, otra importante figura de la escena como Marsillach (2002), por ejemplo, ha dejado testimonio de su mala opinión en términos generales, llegando a señalar que no toleraba a los cómicos de su época que hacían comentarios por lo bajo durante las representaciones, tampoco a los que se dedicaban a contar los espectadores que asistían a cada función, a los que bromeaban para provocar las risas del compañero o a los que iban al teatro con la misma desidia con la que algunos empleados acudían a trabajar a la oficina. Durante el quinquenio 1961–1965 –ya Layton enseñando su técnica–, el panorama teatral no era precisamente alentador. La práctica escénica se caracterizaba por mantener la vigencia de un teatro viejo y conocido, caracterizado por ser átono, convencional y repetitivo, ante la seguridad de su éxito (García Ruiz y Torres Nebrera, 2002).

La llegada de Layton, y el ascenso de sus alumnos a los primeros niveles profesionales, tanto en la actuación como en la dirección escénica, en la enseñanza o en la dramaturgia –ámbito donde su alumno José Luis Alonso de Santos ha trasladado parte de los principios laytonianos al plan de estudios de esta disciplina; en concreto en la RESAD–, ha servido para extender esta forma de entender el arte dramático en España. Miguel Narros, José Carlos Plaza, José Pedro Carrión, Ana Belén, Ignacio Amestoy, Carlos Hipólito, Begoña Valle, Paca Ojea, Francisco Vidal, Carmen Losa, Nuria Gallardo, Juan Pastor, Mar Díez, Charo Amador, Muntsa Alcañiz, Antonio Malonda, o incluso profesionales del movimiento como Arnold Taraborrelli –cómplice en las enseñanzas y en las direcciones escénicas del estadounidense–, son algunos de una lista interminable de nombres (Carazo Aguilera, 2017).

Layton –que publicó en vida su propio manual en 1990– fue el primero, pero no el único. Posteriormente llegaron a España profesionales de otros países que ya encontraron el camino desbrozado por el estadounidense y que fueron capaces de trazar su propia trayectoria docente stanislavskiana, pero desde la vertiente del Método. Son los casos de Jorge Eines, Cristina Rota, Zulema Katz o Juan Carlos Corazza. Ejemplo especial es el de Ángel Gutiérrez, que como “niño de la guerra” recaló en la Unión Soviética tras el estallido de la Guerra Civil y allí aprendió las enseñanzas stanislavskianas en el Instituto de Teatro de Moscú, con alumnos directos del teórico ruso como María Knével (Carazo Aguilera, 2017). Pero también, otros profesores dominadores de esta técnica que a finales del siglo XX vinieron  a España a realizar cursillos intensivos como Carlos Gandolfo, John Strasberg o Dominic de Facio.

Esa inercia de aislamiento escénico y docente que aquejaba al teatro español se resquebrajó en los últimos veinte años del pasado siglo de manera absoluta. En este sentido, los festivales internacionales de teatro han ofrecido la oportunidad de ver sobre los escenarios españoles a los primeros espadas del mundo teatral internacional (Brook, Kantor, Taganka, Teatro Rustaveli, Strehler, Stein, Hall, Royal Shakespeare Company, Comédie Française, Chereau, Berkoff, Warner, Lepage…). Todo ello hasta llegar al presente siglo XXI, donde los profesionales de las artes escénicas, tras formarse en España –ya sea en la metodología stanislavskiana o no– han tenido la posibilidad de salir al exterior y estudiar en escuelas donde se enseñan estos principios (Uta Hagen, Sandord Meisner, Michael Chejov o Ivana Chubbuck –cuya técnica se estudia en nuestro país únicamente en la escuela The Actors Workshop Spain, radicada, curiosamente, en Barcelona–). Luego, cuando regresan a España e inician –o continúan– su carrera, aplican esos principios, que buscan la verdad y organicidad, en el escenario, en las pantallas o en las aulas.

El aislamiento español, en el campo de la interpretación “orgánica”, se ha roto ya definitivamente. Un proceso que se inició escénicamente en 1963, cuando se estrenó Historia del zoo de Albee, con dirección de Layton, hace ahora 60 años.

 

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[1]

[1] (Carazo Aguilera, 2017: 112-113), para abundar en esta diferencia que bebe de antecedentes históricos, incluso entre el público de las dos localidades.